En Don Giovanni (1787), Wolfgang Amadeus Mozart hace que la muerte del Commendatore a manos del seductor Don Juan marque el destino final del protagonista. De manera similar, en La forza del destino (1862) de Giuseppe Verdi, otra muerte «inicial» —aunque en este caso fortuita— también sellará el destino de los protagonistas. Basada en la obra teatral del Duque de Rivas, Don Álvaro o la fuerza del sino, y ambientada en la Sevilla del siglo XVII, esta ópera de Verdi nos presenta a la noble Donna Leonora di Vargas, hija del Marqués de Calatrava, que está enamorada de Don Álvaro, un noble de origen inca que no es aceptado por el padre de ella debido precisamente a su origen. Al descubrir el marqués que los amantes planean huir en secreto, intenta impedirlo, pero accidentalmente Don Álvaro lo mata. Justo antes de morir, el marqués maldice a su hija.
A partir de ese momento, el destino de los dos enamorados toma caminos distintos: ella ingresará en un convento y Álvaro se alistará en el ejército para ir a luchar a tierras italianas. Allí entablará amistad con el hermano de Leonora, Don Carlo di Vargas, quien busca vengar la muerte de su padre y acabar con los dos amantes. La «fuerza del destino» hará que la identidad de los dos «amigos» se revele finalmente, y Don Álvaro se verá obligado a huir de nuevo, regresando a España para ingresar en un convento. Curiosamente —por la fuerza del destino, una vez más—, será el mismo convento donde Leonora había ingresado como ermitaña. Cuando Don Carlo descubre el paradero de Álvaro, lo desafía a un duelo que tendrá lugar cerca de donde reside Leonora. Como es previsible en una obra plenamente romántica, los tres protagonistas terminarán trágicamente en el acto final.
Más allá de los tópicos románticos que se cumplen con creces —el amor imposible que conduce trágicamente a la muerte, las venganzas de honor, el destino inevitable, los duelos de capa y espada, los conventos, etc.—, esta ópera presenta elementos de originalidad notables, especialmente en su argumento. Aunque hay un triángulo amoroso, el tercer personaje del triángulo no es alguien enamorado de la misma persona que el protagonista, sino un «vengador» que persigue obstinadamente a los dos amantes para castigar una muerte ocurrida al principio de la obra. Por otro lado, aunque los conventos románticos suelen ser lugares oscuros y tenebrosos, en esta ópera aparecen dos monjes del convento —Fra Melitone y Padre Guardiano— con un papel cómico, especialmente evidente al comienzo del cuarto acto con la escena «Fate la carità». Esta inclusión cómica es una rareza en Verdi, y quién sabe si Fra Melitone podría haber sido un esbozo del futuro Falstaff.
Entre los personajes mencionados (y otros secundarios), hay uno que planea sobre las desgracias de los protagonistas sin tener personificación humana, pero sí musical: el destino, representado repetidamente en forma de leitmotiv. Esta influencia de los «aires» wagnerianos se refleja en los célebres acordes de la rueda del destino, que aparecen desde el inicio de la obertura y resurgen cada vez que los protagonistas se enfrentan a un pasado del que huyen, pero que al final los acaba alcanzando.
El punto fuerte de esta magnífica obra es su capacidad para fusionar partitura y lenguaje dramático. A pesar de la fama de maldita que arrastra desde su estreno en San Petersburgo en 1862 —de hecho, es conocida como la innominabile—, pocas óperas de Verdi alcanzan este nivel de maestría. El fatum que persigue a los protagonistas se proyecta teatral y musicalmente con gran habilidad a lo largo de toda la obra. Así, además del leitmotiv del destino, encontramos momentos musicales sublimes, como el aria dramática de Leonora del segundo acto, Madre, madre pietosa Vergine; la célebre escena La vita è inferno all’infelice —con la bellísima romanza Oh, tu che in seno agli angeli, que suele interpretarse en recitales líricos—; el dúo entre los dos rivales, con la sentida súplica de Álvaro en Invano Alvaro; la solemnidad de Il santo nome di Dio Signore, La Vergine degli angeli, y, por supuesto, el bellísimo y triste aria final de Leonora, Pace, pace, mio Dio, con los cinco maledizione finales, considerada una de las arias de soprano más patéticas y logradas de todo el repertorio verdiano.
En definitiva, La forza del destino es una auténtica joya dramática y musical de un Verdi que, en 1862, ya se encontraba en plena madurez artística. Una ópera de esta calidad musical exige un montaje y un elenco a la altura, y el que presenta el Liceu lo es sin duda. Estrenada hace más de una década en la Ópera de París, esta coproducción del Liceu con la misma Ópera de París cuenta con una puesta en escena sobria y funcional, con momentos ciertamente espectaculares bajo la dirección de Jean-Claude Auvray. En cuanto a la dirección musical —uno de los puntos fuertes del montaje—, estará al frente de la Orquesta del Liceu un maestro de las óperas verdianas, Nicola Luisotti, posiblemente el mayor especialista en el compositor italiano en la actualidad. En el apartado vocal, destacan con mayúsculas la poderosa soprano Anna Pirozzi (Leonora), un tenor elegante y de voz bien timbrada como el joven Brian Jagde (Don Álvaro), y uno de los mejores barítonos actuales, el contundente Artur Rucinski (Don Carlo di Vargas). Un montaje que apunta a ser uno de los éxitos de la temporada liceísta.
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