Vuelve La Cubana. Y lo hará por primera vez en el Teatre Romea, donde abrirá la temporada a partir del 17 de septiembre con L’amor venia amb taxi, una obra de Rafael Anglada que es todo un clásico del teatro aficionado en Cataluña. Su director, Jordi Milán, nos da algunas claves del regreso de una compañía histórica que celebra 45 años con la medalla de la SGAE para el propio Milán y la Creu de Sant Jordi para el grupo que nació en Sitges en 1980.
Después de Gente bien (2016), de Santiago Rusiñol, ¿estamos ante una nueva adaptación?
Nosotros anunciamos una cosa y luego hacemos otra. Siempre nos gusta darle la vuelta a la historia. Escogimos este título porque queremos rendir homenaje al teatro aficionado en Cataluña con 18 intérpretes, entre actores y músicos.
¿Por algún motivo en especial?
La mayoría de la gente que nos dedicamos al teatro venimos de este mundo, aunque después cada uno haya seguido su camino. Yo nací en el 51 y en aquella época no había ni televisión. Y los aficionados se reunían después de cenar para ensayar y hacer teatro, comedietas o pastorets. Nos apetecía hacer un homenaje con nuestro sello, el de La Cubana. Además, es una obra muy conocida en ese ámbito. Ahora bien, la hacemos y no la hacemos a la vez. Esta vez ni siquiera llega a ser una adaptación, como ocurría con Gente bien.
Escoger el Romea, donde se estrenó la obra en 1959, ¿ha sido una decisión buscada?
Igual que un día hicimos Cegada de amor en lo que era un cine, el Tívoli, ahora tocaba el Romea, el teatro por excelencia de Cataluña. Recreamos la época de 1959, en pleno franquismo, y también nos interesa el entorno del Romea de aquel momento. Es un homenaje a la editorial Millà de la calle Sant Pau, a los hermanos Peris que alquilaban vestuario en la calle Junta de Comerç, a los hermanos Salvador y sus decorados de papel o a la peluquería Damaret, que alquilaba pelucas en la Rambla.
“La Cubana no existiría si tuviera que nacer en 2025; ahora no hay la locura de nuestra época”
Mirando atrás, ¿qué queda del Jordi Milán que impactó en el Festival de Sitges de 1983 con Cubana’s Delikatessen?
Entonces no éramos conscientes de nada. Era una locura. Pienso que hay que mantener esa locura. Creo en ello y hay que potenciarlo, sobre todo porque hay gente joven, mucho más preparada que nosotros en aquel momento, con ideas mucho mejores, pero están muy coartados. Después entra lo políticamente correcto y la normativa. Y que las compañías, los creadores, tienen que estar en función de los teatros. La Cubana no existiría si tuviera que nacer en 2025. Creo que no, pensando en muchas de las cosas que hemos pasado y hecho.
Tras la muerte de Franco, hubo agitación en todos los sentidos.
La gente tenía ganas de salir a los balcones, abrir las ventanas, desnudarse y tomar el aire. Y las instituciones estaban completamente desorientadas, querían hacer cosas nuevas y se dejaban llevar. Ahora todo se mira por el ojo de la cerradura, no hay apoyo ni caldo de cultivo para nada parecido. Todo está más constreñido.
Volviendo a las Delikatessen de 1983, ¿cómo las recuerdas?
Fue una locura y a la vez una escuela para nosotros. Un descubrimiento, después de unos años alimentándonos como espectadores del festival de Sitges de Ricard Salvat. También aluciné cuando fui con Vicky Plana al festival de Aviñón. “Esto sí que es teatro”, pensé entonces. Volvimos a Sitges decididos a montar el espectáculo en escaparates de tiendas, en el mercado, en la calle… Le dijimos a Salvat que lo haríamos lo programara o no. Y fue un éxito rotundo. Para nosotros fue como un juego, aunque después se escribieron artículos y análisis sobre el montaje y se dijeron cosas que nunca habíamos pensado.
El éxito fue bastante más allá de Sitges.
Hermann Bonnín, entonces director del Centre Dramàtic de la Generalitat, nos propuso hacerlo en Barcelona. Así fue, en la Boqueria, en El Corte Inglés y en Galerías Preciados. Después estuvimos en Zaragoza, Granada, Valencia… Duró tres veranos y aprendimos mucho. Había que hacer teatro sin hacer teatro.
Después Cómeme el coco, negro (1989) fue otro trampolín para La Cubana, antes del gran golpe de Cegada de amor (1994).
Hicimos antes La tempestat más con el culo que con la cabeza, y a partir del desmontaje de cada función, toda una movida, se nos ocurrió Cómeme el coco, negro. Pero sí, Cegada de amor fue una locura, no sabía cómo hacerla y tardé un año en la producción. Allí aprendí mucho, queríamos hacer una película y no sabía cómo. Pensamos en Almodóvar y al final vino Fernando Colomo, que se entusiasmó enseguida. Fueron cinco años sin parar y más de un millón de espectadores. Incluso fuimos al Festival de Edimburgo.
¿Qué futuro espera a La Cubana y a su director y fundador?
Yo no soy La Cubana, somos un colectivo por el que han pasado 170 personas entre intérpretes, técnicos y creativos. Por ejemplo, Anna Barrachina ha vuelto después de 15 años, no trabajaba con nosotros desde Cegada de amor. Hemos montado una fundación para mantener un poco el patrimonio material e inmaterial de La Cubana, para que pueda continuar y nutrir a grupos y gente que tengan el mismo espíritu. Es importante transmitir nuestro concepto de trabajo y de alguna manera nuestro legado, aunque no me gusta esa palabra. Y después de L’amor venia amb taxi, que solo se hará en el Romea, ya tenemos en marcha La cuisine de mi prima, una obra en torno a la gastronomía.
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