Por Iván F. Mula / @ivanfmula
Uno de nuestros dramaturgos contemporáneos más internacionales, Guillem Clua, vuelve a Barcelona después de cuatro años de ausencia (desde 73 raons per deixar-te) y lo hace con dos estrenos: Justícia (TNC) y Smiley, després de l’amor (Club Capitol). Se trata de un retorno esperado que llega en uno de los momentos más dulces de la trayectoria del autor de Marburg y La golondrina.
GUILLEM CLUA: Lo siento como volver a casa y esto siempre es maravilloso. Lo que pasa es que yo ya estoy acostumbrado a estrenar más fuera que aquí o que mis obras lleguen a Barcelona más tarde que a otros lugares. Por lo tanto, lo tengo asumido. Así que no pasa nada. Pero estrenar en casa es muy especial. Y, si es con dos obras tan significativas como es el debut en la Sala Gran del TNC y el retorno de Smiley es maravilloso. Este año, para mí es muy especial y estoy contentísimo.
¿Cómo se explica esta ausencia?
Hay muchos elementos. Por un lado, Barcelona es una ciudad totalmente desequilibrada en el ámbito teatral y cultural. No es una ciudad normal. Hay un gran desequilibrio entre teatro público y privado, no hay salas medianas comerciales, hay mucha sala pequeña pero que no permite a las compañías subsistir y esto hace que sea muy difícil estrenar con regularidad, si no estás implicado con un teatro público o con una compañía propia. Yo no tengo compañía propia, por lo tanto, dependo de mis textos. En los últimos años, he encontrado una manera mucho más dinámica de estrenar que es a nivel internacional. Hay una red de representantes y de compañías que están muy interesadas en lo que hago y, cuando acabo una obra, enseguida me la piden aunque no se haya estrenado ni en Barcelona ni en toda España. Esto ha pasado y creo que explica un poco la ausencia de Barcelona.
¿El ecosistema teatral de Madrid es menos desequilibrado que el de Barcelona?
Sí. Rotundamente. Ahora mismo, Madrid está viviendo su época dorada de teatro que es la que nosotros vivimos hace 10 o 15 años. Sobre todo, en relación con la dramaturgia contemporánea. Aparte, ellos tienen, por ser capital y por tener más dinero, una red de teatros públicos muy sólida. Y, si una cosa tiene Madrid, es la gran tradición en teatro comercial que nosotros, desde Barcelona, durante muchos años, nos lo hemos mirado un poco por encima del hombro pero es lo que ha sostenido la industria como una red de seguridad que hace que la gente vaya al teatro como una cosa normal y no puntual. Así, de repente, empiezan a salir compañías alternativas que cambian cosas y dinamizan mucho el panorama. Se nutren los unos de los otros constantemente y, además, se nutren de una gran industria audiovisual que hace que muchos actores puedan sobrevivir y también hacer su obrita. Todo esto hace que todo el sistema esté bien engrasado. Aquí no. Aquí nuestra industria audiovisual es esquelética, el teatro ya te lo he descrito y, por lo tanto, ahora Madrid nos está pasando la mano por la cara en muchos aspectos. No solo en número de entradas que se venden sino también en riesgo, en el tipo de teatro que se hace, en la apuesta de teatro privado por textos contemporáneos, en grandes musicales… hay ahora una diversidad en Madrid maravillosa que aquí hemos perdido.
¿Cómo vives la circunstancia de estrenar antes en el extranjero que en tu propia ciudad?
Lo he asimilado como una cosa normal que quizás me pasa siempre. También porque llegar a estrenar en Barcelona rápido es muy difícil. Entonces, ya lo tengo asumido. Yo sé que, en algún momento, se acabarán estrenando todas mis obras en Barcelona pero ya no lo tengo como una prioridad desde hace tiempo. Y no me molesta especialmente. De hecho, hay muchas obras que ya las escribo pensando que serán internacionales. La golondrina, por ejemplo, la escribí siendo consciente de que se traduciría automáticamente a cinco idiomas como mínimo. Entonces, ya lo escribes desde otro lugar. No haces una cosa como Justícia que sabes que solo se hará aquí y, por lo tanto, la haces totalmente centrada en Barcelona.
Justícia es tu debut en la Sala Gran del Teatre Nacional de Catalunya. ¿Qué significa eso para ti?
Es el sueño de cualquier dramaturgo catalán. Te guste más o menos lo que significa o lo que ha sido durante todos estos años el TNC, estrenar en la Sala Gran es una consagración de facto. A mí, me llena de orgullo y me hace muy feliz. Lo he intentado hacer lo mejor posible y espero estar a la altura de este encargo. El TNC es una institución de nuestro país y, más allá de quien lo gestiona o de qué política artística está llevando a cabo, el hecho de que confíen en ti es lo máximo a lo qué podemos aspirar. En este sentido siento agradecimiento y felicidad.
¿Crees que no se os ha tratado bien a los autores catalanes en todos estos años?
No. No se nos ha tratado bien. Y creo que somos muchos los que estamos estrenando fuera por eso. Y somos muchos los que no estrenamos más de lo que querríamos por eso. No hablo por mí, hablo por toda una generación (y los que vienen detrás todavía más) que forma parte de ese desequilibrio teatral del que hablábamos antes.
¿Es mucha presión estrenar en la Sala Gran del TNC?
Sí porque te colocan a un lugar y todos los focos van a ti a buscarte todos los defectos. Soy muy consciente de que esto me pasará a mí con este montaje. Más que al director o a Josep Maria Pou… Esto te crea más inquietud. Pero me he enfrentado al encargo con mucha serenidad. Es como si fuera el momento para mí de escribir esta obra. No podía haber sido antes. No habría tenido ningún sentido porque no habría estado preparado. Ahora sí. Ha coincidido mi momento vital profesional con la oportunidad de poder escribir este texto.
¿Cuál es el origen del texto?
El encargo fue tan simple como: “escribe algo para la Sala Gran”. A partir de aquí, tuve carta blanca. Es un regalo maravilloso. Puede ser un regalo envenenado porque, lógicamente, te puede superar pero, en mi caso, a mí me gusta escribir obras grandes. Marburg fue un buen ejemplo. Y me lo paso muy bien. Justícia es una obra que he disfrutado mucho escribiendo y creo que podría haber escrito tres horas más. En todo momento, tuve claras dos cosas: que quería hacer una obra épica, grande, espectacular, de tres horas, dos actos, 10 actores y una maquinaria escénica potente. La segunda es que teníamos que hablar de nosotros: del ahora y el aquí. Que es, para mí, lo que tiene sentido de la dramaturgia contemporánea. No podía hacer otra cosa que hablar de lo que somos o de lo que yo creo que es una familia catalana burguesa que explica muchas cosas sobre las diferentes identidades de las que estamos conformados.
¿Crees que puede levantar ampollas entre el público más tradicional?
Sí, seguramente. Creo que hemos arriesgado bastante con esta obra a la hora de hablar de temas de los que, normalmente, el teatro catalán no habla. No es para colgarme ninguno medallita, es que tenía la necesidad de hacerlo. No soy el único pero creo que hay el tema de nuestro pasado reciente político que estamos decidiendo no ver últimamente: la familia convergente, el pujolismo, nuestra identidad nacional… Hemos decidido no pensar demasiado en eso porque molesta. Eso está a la obra. También hay una reivindicación explícita de la historia reciente LGTB en Cataluña y, por extensión, en España. De qué ha significado ser gay o lesbiana desde el franquismo hasta ahora. Creo que esto también molestará y bastante. Pero ya me parece bien. A mí siempre se me levanta gente de las obras. En las comedias no tanto, lógicamente, pero en las que son más sociales o políticas, siempre hay alguien que se levanta y se va. Cosa que a mí me alegra mucho. Y aquí pasará.
Josep Maria Pou, que protagoniza la obra, dijo que, una vez leyó el texto, sintió el compromiso de hacerla. ¿Lo escribiste también teniendo presente este compromiso?
Sí. Yo me he vuelto más político y más militante con el tiempo, sobretodo, en temas LGTB. Y creo que estoy utilizando muy conscientemente el teatro para mostrar, visibilizar y plantear preguntas a las que no tengo respuesta y necesito compartirlas con la gente para entender la sociedad en la que vivimos. Y mi compromiso está aquí. Quizás no es tanto un compromiso político de una ideología o de otra, esto me da igual. Es más un compromiso con mi sociedad. Y es el compromiso que creo que tiene que tener nuestro teatro. No todo el teatro, también soy un gran defensor del teatro de entretenimiento. Pero cuando haces este tipo de obras tienes que ser muy consciente que tienen consecuencias. Que forman parte de un sistema social donde la gente actúa y reacciona a muchas cosas y una obra tuya también puede ser un factor sobre el que la gente actúe, reaccione y reflexione. Y más en un Teatre Nacional. En el momento en que estás poniendo esto en un escenario tan importante, tienes que ser consciente de que irán allí mil personas cada día y reaccionarán a lo que están viendo, reflexionarán y quizás cambien de idea. Esto es vital a la hora de escribir una cosa así.
¿Cómo ves el panorama respecto a la visibilización en la ficción del colectivo LGTB?
Estamos mejorando. Yo creo que se va normalizando poco a poco. Y es muy importante la visibilización de personas LGTB en todos los medios, en todos los géneros, en los teatros, en el cine y en la tele pero no sirve de nada si la recepción no está preparada o hay filtros para evitarla, como el pin parental o cosas parecidas. Ahora hay una contraofensiva conservadora. Así que ahora el foco no está tanto en la visibilización (que la tenemos bien, a pesar de que podría haber más y siempre será bienvenida porque es la normalidad) como en centrarnos en evitar que haya gente que ponga barreras a que esto tenga una comunicación normal.
¿Cómo vives el hecho de que otro director dirija un texto tuyo?
La última obra que dirigí fue Loosers de Marta Buchaca y de esto ya hace unos años. Quiero decir que la dirección tampoco es una cosa que yo eche de menos. Yo soy más dramaturgo que director. Y con el tiempo, según vas madurando como autor, eres muy consciente de que, cuando un director coge tu texto, es como si el niño se hiciera grande, se fuera de casa e hiciera su vida. Lógicamente, no te desentiendes, sigue siendo tu hijo, sigues aportando información, estableces un diálogo con el director, y esto tiene que ser así. Cuando asumes que tiene que haber esta comunicación y que tiene que ser una cosa de dos, desde la madurez y la profesionalidad, haces que el proyecto salga adelante en la buena dirección. Yo ahora ya he decidido que quiero dirigir solo las cosas que necesito dirigir como Smiley que es una obra que yo nunca le pasaré a ningún otro director, excepto para las producciones internacionales, evidentemente. Además, con Josep Maria Mestres, que ya es la segunda obra mía que dirige después de La golondrina, hay una comunicación fantástica y yo le puedo decir claramente si pienso que algo no funciona. Él me escucha, lo hablamos y decidimos.
¿Qué supuso Smiley en tu trayectoria?
Fue un antes y uno después. Fue mi primera comedia, la primera obra que dirigía yo y mi primer gran éxito. Tres cosas juntas que determinaron mucho mi carrera. Smiley todavía se está haciendo en lugares después de casi una década. Me hizo perder el miedo a la dirección. Fue una obra muy honesta. También fue la primera vez que yo hablaba muy directamente de mi vida personal. No era autoficción pero casi. Tiene muchas cosas mías. Y me sirvió para romper muchas barreras, sobretodo, el miedo a la comedia. Yo le tenía mucho respeto y después descubrí que las comedias me salían muy bien. Pero, en aquel momento, estaba aterrorizado. Y todo fue culpa de Jordi Galceran y el Torneig de Dramatúrgia.
¿Por qué?
Era el primer Torneig de Dramatúrgia. Primera eliminatoria, primer día de todos: Jordi Galceran contra Guillem Clua. Yo pensé: “Tengo que hacer una comedia. No puedo hacer una tragedia de las que había hecho hasta entonces”. Y escribí la versión corta de Smiley. Él hizo la primera parte de El crèdit. Y ganó.
Fue una competencia muy fuerte…
Todo el mundo decía: “el primer día, hemos tenido la final”. Realmente, fue muy bonito. Se cayó el teatro de risa. Curiosamente, dos o tres años después, cuando estrené la producción de Madrid de Smiley, la acabé haciendo en la segunda hora del Teatro Maravillas donde en la primera hacían El crédito. Vino el Galceran y fue muy especial. De repente, aquel torneo se había convertido en dos obras de éxito en Madrid, en el mismo teatro, una detrás de la otra.
Antes de eso, eras un autor más dramático que, de repente, empezó a estar asociado a la comedia. ¿Te creó algún tipo de crisis de identidad creativa?
Eso le crea más conflictos a la gente que a mí. Muchos no saben cómo clasificarme porque igual te hago una tragedia como Marburg o La golondrina y después una comedia y después un musical y después una adaptación de La Iliada que ha tenido mucho éxito en Madrid… Yo escribo lo que me apetece escribir en cada momento. Es verdad que, por ejemplo, con Justícia, es la primera vez que escribo una cosa tan de Barcelona. Pero, igualmente, contiene todos los temas Clua de siempre: la religión, la familia, el sexo, el amor… El amor es el nexo común en todas mis obras. Por lo tanto, quizás no soy tan ecléctico como puede parecer. Cada uno tiene sus fantasmas y sus temas y los explora desde géneros diferentes. A mí me gusta mucho saltar de género.
¿Cómo llegas a decidir hacer una continuación de Smiley? No son demasiado habituales las secuelas en teatro…
La idea surge de la circunstancia en la que yo veo que se sigue haciendo Smiley en todas partes y aquí me piden que la quieren volver a hacer. Cuando me pasa esto, ya han pasado seis o siete años de su primer estreno y yo sentía que ya no tenía sentido. Smiley, realmente, fue fruto de su tiempo y nuestra realidad como sociedad era diferente, la del colectivo LGTB también, y yo como autor, que era un treintañero, escribí una obra festiva y divertida sobre el mundo gay. Y ahora me veo con la necesidad de hablar de otra cosa. ¿Qué pasa cuando han pasado 10 años de todo aquello? Es muy diferente. Lo comenté con Ramon Pujol y Albert Triola y les propuse hacer la continuación. No tanto para hacer una secuela comercial (que también), sino porque tenía la necesidad de explicar el mundo gay desde la mirada de los 40 años, que es una cosa que no se explica. Y si esto fuera bien, de aquí a 10 años, me encantaría hacer Smiley 3 para explicar cómo es el mundo gay cuando tienes 50, que no sé cómo será… Con Ramon y Albert como las películas de Richard Linklater: Antes del amanecer o Boyhood… pero esto lo he descubierto ahora. Por mí era solo una segunda parte y me he dado cuenta de que lo que me ha salido es como un reflejo muy generacional de los gays de mi edad.
A pesar de eso, ¿se podrá ver sin necesidad de haber visto la primera?
Sí. Incluso hay un momento donde hacemos flashbacks. Es curioso. Pero que quede claro que la gente no irá perdida. Lo único que tienes que saber de Smiley es que dos personas muy diferentes acabaron juntas. En el fondo, lo entiendes perfectamente a partir de eso.
¿Sientes más presión por el hecho de que sea una secuela de una obra que fue un éxito que si fuera un texto original?
Sí. Yo diría que es una de las obras que más me ha costado escribir. Porque la sombra de la primera es muy alargada. Seguramente, es mi mayor éxito. Da mucho miedo. Y, de repente, sientes que ya no eres gracioso, que ya no tienes el tono… O te sale algo más oscuro. Cosas más propias de tener 40 años que sientes que ya no es tan divertido. Buscar la comedia sin querer forzarla. Ha costado. Sobre todo, por la presión. He tenido más presión con Smiley, després de l’amor que con Justícia, y eso que está en la Sala Gran del Nacional. Justícia la escribí desde una serenidad que con Smiley no he tenido. Aun así, creo que ha quedado muy chula. Es mucho más compleja que la primera y, a la vez, la gente se lo pasará muy bien.