En una entrevista en el medio digital Catorze con Eva Piquer, Guillem Gisbert reflexionaba sobre los seguidores de Manel que echan de menos la sonoridad de sus primeros discos, asegurando que esta gente no añora el ukelele, sino que añora su 2008 o 2009. Tan acertada observación sería extrapolable a cualquier producto cultural sometido a los caprichos mercadotécnicos de la nostalgia. Reconozcamos que la añoranza del pasado tiene un punto de egocentrismo. Cuando rememoramos películas, libros, canciones o se reponen montajes teatrales míticos, el mensaje implícito es que nosotros ya estábamos y estábamos fantásticos. Si la obra en cuestión consigue enganchar a los espectadores vírgenes de las nuevas generaciones, las que no vivieron el impacto inicial, estamos ante un éxito total, el sueño húmedo de cualquier productor.
Este invierno coinciden en la cartelera dos musicales dignos de un estudio sociológico: por orden de estreno, Pretty woman y Grease. Ambas historias han arraigado con fuerza en nuestra memoria colectiva por la película que se hizo. En el Teatro Apolo se ha instalado Pretty woman, el musical. La comedia romántica que marcó el camino de tantas otras a lo largo de los noventa se ha convertido en un espectáculo con canciones, escritas por Bryan Adams y Jim Vallance. Y que nadie sufra, que el tema de Roy Orbison que le da título suena en el momento de los saludos. El libreto de este musical, estrenado en Chicago en marzo de 2018, es de Garry Marshall y JF Lawton, director y guionista de la película original. Sin embargo, en el dossier del montaje nos aseguran que la trama se ha actualizado para reflejar las sensibilidades de hoy.
El encanto desplegado por Julia Roberts y Richard Gere, que ahora son Cristina Llorente y Roger Berruezo, no puede hacernos olvidar qué nos cuenta Pretty woman : un tiburón de las finanzas, Edward, contrata a una prostituta, Vivian, porque le haga de acompañante durante una semana, y lo acaba moldeando a la manera de un Pigmalión yuppie. De hecho, el título original de la película era Three thousand, en referencia a los 3.000 dólares que cobra Vivian. Inicialmente, debía ser un drama amargo, con una secuencia final en la que Edward echaba a la chica de su coche y le lanzaba un haz de billetes. Actrices como Michelle Pfeiffer, Meg Ryan y Drew Barrymore rechazaron el papel protagonista. Fueron necesarias seis reescrituras de guión, hasta llegar a Barbara Benedek, quien convirtió el material de partida en un cuento de hadas para todos los públicos, y también en una oda a la alta costura, obviando el trasfondo cuestionable.
Pretty woman ha resistido las innumerables reemisiones televisivas y la entrada en la era del Me Too, con el argumento de que debía ponerse en contexto. La propia Julia Roberts ha declarado en alguna ocasión que hoy en día esta película no podría rodarse. Es cierto que muchas otras ficciones relevantes no resistirían un análisis realizado desde el presente respecto al papel que le otorgan a la mujer, pero en el caso de Pretty woman hablamos de hace 30 años. Sin embargo, que tanta gente esté dispuesta a revivir en un escenario lo que han visto mil y una veces, sumando unas canciones que seguramente no han oído antes, es la mejor prueba de que la nostalgia es capaz de suavizar las aristas y de crear magia donde menos te la esperas.
Al Grease que llega en diciembre al Teatre Tívoli también le han añadido como subtítulo “el musical”, aunque en su viaje de los escenarios a la pantalla, y de nuevo al teatro, nunca ha sido otra cosa. Habría sido necesario un subtítulo si el que se hubiera estrenado fuera Grease, el drama metafísico. Pero no, es el musical, con las maravillosas canciones de Jim Jacobs y Warren Casey. En este caso, existe una doble nostalgia: la del momento en que se estrenó la película de Randal Kleiser basada en el original teatral, en 1978, y la de la época en la que se sitúan las desventuras sentimentales de los estudiantes del Instituto Rydell, unos años cincuenta a menudo idealizados para el cine, en el que John Travolta, a los 24 años, y la añorada Olivia Newton-John, a punto de cumplir 30, podían seguir matriculados en el instituto, instalando en una adolescencia eterna. A la hora de captar nuevos devotos, Grease estaría en dura pugna con Pretty woman en cuanto al número de reemisiones televisivas, con una frecuencia sólo superada por Aquí no hay quien viva. A estas alturas, ya no nos sorprendería descubrir que Danny y Sandy se han hecho mayores y son vecinos del señor Cuesta.
Por cierto, Grease también nos habla de una chica que para encontrar el amor debe transformarse, pasando de la chaqueta de punto en la chupa de cuero y dejando salir a la bestia. No importa. Personas de ideologías y sensibilidades diferentes irán al teatro para revivir dos historias que en su día les habían emocionado. Al fin y al cabo, ambas alimentan la necesidad humana de amar y ser amados, hasta el punto de despegar hacia el cielo en un descapotable. Con o sin ukelele.