Por Jordi Sora / @escenadememoria
Imposible no quedar rendido a la contemplación evanescente del movimiento, justo la semana del san Jordi de 2019, en el Gran Teatre del Liceu con el programa triple de Jiří Kylián interpretado por el Ballet de l’Opéra de Lyon: momento imprescindible de la programación en curso para los amantes de la delicadeza coreográfica y la voluptuosidad. Ninguna otra compañía puede entender mejor la grandeza simple de sus creaciones, excepción hecha -está claro- de la Nederlands Dans Theater donde ha sido director artístico durando casi 25 años; ni bailar con tanta solvencia un aroma ambivalente, entre la precisión y la libertad creativa.
Wings of Wax (1997) ejemplifica toda la cadencia tranquila e intimista con la cual empezará la velada. Porque calmada es la transición y el equilibrio entre modernidad y contemporaneidad que es característica fundamental de las creaciones del checo; así como confiada es la relación que los intérpretes de la compañía francesa con la personalidad más acusada, después de la Opéra de París, ofrecen en esta pieza acompañada de músicas de Heinrich Biber, John Cage, Philip Glass y Johann Sebastian Bach.
De un rojo intenso, el de las amapolas bordes que estos días inundan los campos, son las faldas que viste la compañía en Bella figura (1995), como para destacar la singularidad de los cuerpos en movimiento. Obra coral, de sincronía, dibuja oleadas sobre el escenario, al viento de los nuevos lenguajes con los cuales el coreógrafo ha estado siempre en contacto; sin perder nunca ni precisión ni adecuación para un cuerpo de baile ampliamente familiarizado con todos los estilos posibles. Aquí también con una ecléctica selección musical: Lukas Foss, Giovanni Battista Pergolesi, Alessandro Marcello y Antonio Vivaldi.
Pero es la Petite mort (1991), sin duda, la obra la fragancia que permanecerá con mayor intensidad en el recuerdo. Coreografiada con el Adagio del Concierto para piano n.º 23 en La Mayor K. 488 y el Andante del Concierto para piano n.º 21 en Do Mayor K. 467, los dos para piano y de Mozart, con motivo del bicentenario de la muerte del compositor austriaco. Empezando por un recurso escenográfico que representa la simplicidad más efectiva; pasando por una coreografía de grupo basada en un preciso trabajo de los dúos; el juego corporal entre la vida y la muerte que simboliza la esgrima, en uno de los fragmentos; y el famoso paso a dos, protagonizado sucesivamente por varias parejas de baile y que acompaña el Andante: dos bichos sincronizados en las artes amatorias, que dibujan el paso del tiempo y su calidad efímera, para llegar hasta una de las imágenes finales que justifican, por su belleza e intensidad, un esfuerzo de expresividad de esta magnitud.