Podríamos hablar del buen estado de salud del teatro catalán basándonos en la naturalidad con la que, finalmente, nuestros dramaturgos hablan de la realidad que nos rodea sin miedo a usar referentes, nombres y espacios reales y concretos. Lejos quedan ya, afortunadamente, los tiempos en que todas las piezas versaban sobre conflictos metafóricos de unos personajes sin nombre en un ambiente indefinido y atemporal tan típico en los años noventa. Las recientes Barcelona de Pere Riera o L’hort de les oliveres de Narcís Comadira son sólo algunos ejemplos de este fenómeno cuya máxima expresión parece haber aflorado en esta Trilogía sobre la identidad catalana de Jordi Casanovas que, ahora, culmina con la notable Vilafranca.
La obra está construida sobre la historia de una familia y sus conflictos que salpican hasta tres generaciones. La ambiciosa propuesta es, sin embargo, bastante humilde en su puesta en escena, sin demasiados elementos ni artificios, que la hace resultar muy cercana. Su tono naturalista funciona y recuerda al teatro clásico ruso pero sin sus pretensiones poéticas. Lo que sí que busca, claramente, es hacer un retrato preciso de la psicología social de nuestro pueblo, sin que ningún elemento escape de ser analizado y comentado, ni ninguna ideología o punto de vista. En este sentido, hay momentos en los que la maquinaria se ve forzada a mostrar demasiado sus hilos y sus cartas y esto le hace perder un poco la magia.
En cambio, el núcleo más dramático de su historia es, ciertamente, su punto fuerte: creíble, interesando y muy sólido. Si obviamos, pues, algunas interpretaciones algo desafortunadas y ciertas subtramas un poco desdibujadas, el espectáculo es un perfecto ejercicio para exorcizar algunos de nuestros fantasmas nacionales. A través de la risa y la emoción, consigue deconstruir nuestro árbol genealógico colectivo mezclando con acierto los tópicos con algunos de nuestros recuerdos de la infancia o la juventud. Y eso ya es un logro más que notable.