Si no fuera por los comentarios a la Cataluña de los noventa o a la de ahora mismo, uno pensaría que la obra fue escrita hace cuarenta o cincuenta años. Su estilo, los recursos utilizados y su trama folletinesca nos la sitúan dentro de un subgénero muy concreto, el de las disputas familiares. La intención de Jordi Casanovas es la de retratar la sociedad catalana a partir de una familia arquetípica, pero el hecho de explicitarlo varias veces a lo largo de la función acaba restando efectividad. Es cierto que reconocemos muy bien los personajes y que nos creemos las situaciones, ¿pero es esto suficiente para extrapolarlo a la identidad de un país? En este sentido, creo que a mí me funcionaba mejor el lenguaje poético utilizado por Narcís Comadira a L’hort de les oliveres. Las dos quieren explicar cosas similares, pero por caminos -narrativos, estructurales e ideológicos- muy diferentes.
Aún así, se tiene que reconocer que la obra funciona con la precisión de un reloj. La habilidad del autor por los diálogos y por la dosificación de la acción hacen que las más de dos horas del montaje pasen en un abrir y cerrar de ojos. Los actores hacen el resto. A pesar de que algunos ponen el piloto automático y nos brindan composiciones que ya les hemos visto muchas veces, hay tres –Barceló, Angelat y Castells– que brindan toda su experiencia al servicio de unos personajes comprometidos y bien escritos. Por lo tanto, pienso que si no le buscáis tres pies en el gato, si no os importan los tópicos ni os molesta el aire naïf que presentan algunas partes -las cancioncillas de Anna Roig y L’ombra de ton chien tienen mucha culpa-, pasaréis un rato agradable y distraído. De hecho, creo que hay un público potencial muy amplio -el mismo que aplaudió Agost o Barcelona– al que podría gustarle bastante la propuesta.