Muchas sensaciones tras «Vespres de la beata verge» pero pocas palabras para describirlas y que hagan justicia a esta propuesta dirigida por Josep Prat i Coll (Requiem for Evita). ¿Cómo es posible que no estuviera lleno al menos el día que yo fui? Sí, es un texto difícil y denso de Antonio Tarantino (Stabat Mater, que no os confunda el apellido) pero dirigido e interpretado de una manera que no importa por momentos el significado literal de las palabras sino qué transmiten, qué esconden, si son actuales o recuerdos, memoria real o creada para hacer más fácil la carga de la tragedia.
Un padre espera para poder recoger el cadáver de su hijo, que se ha suicidado. Con este interesante punto de partida podía descarrilar por el lado sentimental sin freno y ser un dramón. Y lo es, pero de una manera poética, sin ocultar ni una brizna de crudeza pero sin sentimentalismo facilón, entra hasta el tuétano y te vacía.
El padre rememora / recrea / reinventa charlar con su hijo, pasando por la complicidad inicial, la fractura familiar, la incomprensión, los reproches … para pasar a acompañar a su hijo en su nuevo camino, ¿creando? una nueva complicidad y un entendimiento mudo que haga más llevadera, si ello es posible, este día de duelo y el resto de la vida ya sin él. ¡Qué difícil es perdonarse!
Una escena final perfectamente ligada a la inicial de intenso dolor, un sufrimiento cotidiano y humilde que es imposible que no te deje tocado, tanto, que al salir de la sala y encontrarme que aún era de día, notara que el mundo estaba fuera de lugar. Lástima que los espectadores se pierdan en parte este inicio por ignorar que mientras se sientan, hay un actor que YA está interpretando, y charlen, miren móviles… en vez de contemplar aquel dolor silente que se rompe justo al comenzar la obra y te descoloca.
Lo mejor: Todo el mundo lo dice y es verdad, una interpretación brutal, excelsa de Oriol Genís que transita por el camino del dolor y la aceptación, para empezar, de sí mismo.