A mi entender, la subjetividad y el mundo interior son temáticas que se desenvuelven con más facilidad en el terreno de la literatura y las palabras, donde el fluir de la conciencia pueda amoldarse a la forma de adjetivos y frases subordinadas. No en valde, la obra Un, ningú i cent mil está basada en una novela cuya adaptación al teatro no debe de haber sido fácil. Y siento que decir que tampoco exitosa. Lo que empieza con una anécdota prometedora -un pequeño defecto en la nariz- y una cadencia pegadiza -un despliegue trepidante de personajes- acaba disolviéndose en la ambigüedad y la confusión. Aunque sí se apunta a lo esencial: el despertar. En este sentido, la obra nos habla acertadamente de romper los diques que contienen nuestro personaje, ese que se ha convertido en los ojos que lo miran, esa personalidad a quien tanto nos hemos identificado pero que, sin embargo, no es nuestro verdadero yo. Entonces la pregunta es inevitable: una vez caídos estos muros, ¿Quién es uno realmente? Desgraciadamente, Un, ningú i cent mil no nos va a dar ninguna respuesta. En su lugar, nos da piruetas logísticas -personalmente, del todo innecesarias- lentitud escénica y difusión argumental. Aunque también filosofía iniciática y como no, comicidad de la inmensa Laura Aubert. Pero insisto, ¿Quién es uno realmente?, se nos cuestiona. Y a partir de aquí, solo el eco y el cierre del telón. Eso sí, habiendo plantado la semilla de una gran cuestión, que no es poco.
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