Cuando entramos en la sala nos encontramos con una especie de depósito de cadáveres. Tres cuerpos descansan en el suelo, o encima de mesas metálicas, y una serie de artefactos acaban de construir una escenografía mortuoria que pronto se verá rota por la aparición de dos curiosos personajes. Son dos hombres que van vestidos con hábito negro, pero que llevan aparatos de medición energética. Son posiblemente espiritistas en busca de algún espíritu o de alguna brizna de vida, porque de hecho de esto va Totentanz. Va de buscar la frágil frontera entre la vida y la muerte, de la separación y de la unión de los dos universos, de la pérdida de valores de un mundo que mira a la muerte con menos respeto y más frivolidad…
Podríamos estar ante un tipo de reformulación de las danzas de la muerte que proliferaban por toda Europa durante la Edad Media, porque aquí al igual que en aquellos rituales tenemos una visión macabra pero también una visión crítica. Evidentemente el contexto ha cambiado, y dan buena prueba de ello las imágenes que se proyectan en mitad del espectáculo. Imágenes punzantes, cargadas de violencia, que nos ponen ante los ojos la relación que tenemos actualmente con la muerte y con la violencia en general: guerras televisadas, desgracias y accidentes debidamente filmados, youtubers desafiantes, famosos fuera de lugar, desastres naturales, etc.
La pieza refuerza su aire misterioso, y también litúrgico, con la iluminación y el sonido. Son dos elementos fundamentales para remarcar la ambientación, junto con los movimientos crispados y desconjuntadores de los bailarines (marca de la casa) hacia la parte final. Un espectáculo que hipnotiza y subyuga, a pesar de que a momentos el respeto por la liturgia puede ralentizar el montaje y alejar un poco a los espectadores.