El estrés y la rutina agobian y desgastan el día a día de cualquiera, especialmente cuando ha habido una etapa de mucho trabajo o de momentos complicados y llenos de situaciones que saturan y sobreexponen. Es por eso que a veces se tiene que parar, respirar y relativizarlo todo.
Max Bialystock es un productor de Broadway a quien el último espectáculo que ha llevado a cabo lo ha dejado en la ruina. Su contable Leo Bloom, que siempre ha querido convertirse en productor, inocentemente le plantea una estrategia que le haría rico sin tener que trabajárselo mucho: montar una producción que sea un fracaso desde el primer día y quedarse con el dinero de los inversores sin que hacienda les pida cuentas. El plan va cogiendo forma en la cabeza de Bialystock, lo único que tienen que encontrar es la peor obra escrita nunca, el peor director y un reparto nefasto. Así es como llegan a Flores a Hitler. Como pasa con las comedias alocadas creadas por Mel Brooks, todo cogerá un camino inesperado.
Esta producción es una fiesta de luz, color, buena música y grandes voces. Un musical en gran formato que instala en el público una sonrisa perpetua durante toda la obra. Es divertida, caótica y sigue al pie de la letra aquello de no existe el límite para ser más grande y más alocada.
La escenografía es una auténtica obra de arte con unas transiciones rápidas y naturales que no dejan que la espectadora respire ni un momento, la aguanta expectante y con el pulso acelerado preguntándose qué pasará a continuación. El trabajo que hay detrás de todo el montaje escénico es impresionante, demostrando que las grandes producciones se pueden hacer en todos lados siempre que haya visión -y presupuesto-.
El reparto, encabezado por Armando Pita, Ricky Mata, Mireia Portas y Oriol Burés se deja la piel en las interpretaciones, pero sobre todo en los números musicales. La dupla Pita-Mata funciona muy bien, un engranaje muy orgánico. Portas con su presencia ya provoca risas y buen humor, aunque quizás en algún momento podría rebajar la intensidad de Ulla. Burés es un huracán que empieza ya destrozando moldes y va a mejor con cada escena en la cual interviene. El resto de intérpretes y bailarines están magníficos también, creando un marco potente para la locura que se crea encima del escenario.
Es una obra que permite desconectar al público, olvidarse de aquello que pasa fuera de las puertas del teatro durante las casi tres horas que dura el espectáculo. La espectadora se abandona a la alegría y el buen humor que transmite la producción. Salir por la puerta bailando y cantando ya es una señal que la felicidad, al menos por unos minutos, se ha instalado en el público.