Una casa, la de Pau, rodeada por seis hectáreas de olivos, es el escenario de un recuerdo de fobias y miedo que Julia, su prima, quiere destruir. La destrucción por mitigar la angustia vital allí generada. Éste es el entorno que acoge el texto de Aina Tur en Sis hectàrees d’oliveres. La dramaturga, directora y gestora cultural menorquina, dominadora de narrativas que parten del trauma (Una galaxia de luciérnagas), recibió el XVII Premio Quin Masó en la producción teatral catalana con esta creación. La ficción tiene un encaje en la realidad, en este caso, puesto que la autora y la protagonista comparten la misma fobia en las aceitunas. Sin embargo, el caso de Julia se engendra a partir de la violencia sufrida de pequeña en este paraje, y le empuja al regreso para poner fin.
La obra inicia una reflexión a partir del encuentro fortuito de ambos personajes. Uno, tratando de comprender lo que desconocía, de entender el malestar, la rabia no percibida en una infancia compartida. La otra, con el nervio y la desesperanza a flor de piel, buscando la empatía de un primo ingenuo, inconsciente, pero que había sido tan importante en su vida. El anuncio de que iba a reventarlo todo, con la gasolina preparada para quemar el escenario traumático de su infancia, incomoda, por supuesto, pero propone un ejercicio reflexivo a dos voces muy interesante, efectivo y bien llevado por ambos actores. Anna Alarcón está sublime. El dominio de la palabra, el tono y el ritmo fascina y cautiva. Lleva a la audiencia a su territorio, pese a ser el más difícil de los dos. Nao Albert controla el texto, y acapara la atención, la escena, gracias al atractivo que lleva como actor encima en todo lo que hace. Pero en este caso, y al contrario de su compañera, no aporta mucho más que lo que Tur refleja en el guión, que ya es mucho. Gestualidades inconsistentes diluyen un poco un personaje tan interesante. Son dos interpretaciones a diferentes alturas.
La pone puesta en escena, siempre en torno a una gran maqueta del terreno, resulta, a mi criterio, por supuesto, demasiado condicionada a este elemento. El objetivo de centrar la atención en la casa y los olivos se obtiene sólo en parte, y queda. Los micrófonos que se dirigen, los altavoces que giran, como si pretendieran artificiosamente hacer oír las voces que surgen de la casa y sus alrededores, el humo, la luz, la mampara… resultan recursos que distraen y no conectan con la intimidad que transmite el texto, limitando el movimiento en la relación de los personajes. Se desperdicia un espacio que los actores llenarían de forma mucho más eficaz.
La experiencia, intimista y reflexiva, transmite en igual medida inquietud e interés. Triunfa el texto y la voz traumatizada de quien ha decidido hablar, y decir lo suficiente. Por la vía directa.