Cuando se decidió que la película de Stephan Elliott se convirtiera en un musical, sus responsables podían optar por las relaciones personales de los tres protagonistas o por las consecuencias de su aventura por el desierto de Australia. Pero no, la opción escogida fue la música discotequera y la estética drag queen. El musical se basa prácticamente en esto, dejando el argumento y los diálogos como simple vínculo entre número y número… al más puro estilo del género de revista, ahora transformado en lujoso espectáculo de drags. Si uno acepta la propuesta se lo puede llegar a pasar bastante bien, pero si la premisa ya no es de vuestro gusto mejor que no insistáis. El espectáculo es lo que es, y el público, al parecer, sabe muy bien a lo que va.
A los poco minutos de empezar el espectáculo uno se da cuenta enseguida que ha entrado en un parque temático del transformismo, donde no falta de nada: lentejuelas, plumas, purpurina, bolas de discoteca, boys, comentarios procaces y serpentinas de colores. La producción luce y la maquinaria funciona a buen ritmo, consiguiendo números que tienen un nivel de espectacularidad muy alto. Ahora bien, la parte musical (con la excepción de las tres magníficas coristas, que prácticamente llevan el peso musical del show) es un poco justa, la historia pierde importancia entre tanto escándalo y los actores hacen lo que pueden entre chistes malos y diálogos imposibles. Sólo José Luis Mosquera da una cierta profundidad al transexual Bernardette, que en la versión cinematográfica tenía el rostro impasible del magnífico Terence Stamp.