Un movimiento coreografiado guiado por una escenografía bien estudiada de iluminación y música nos introduce en esta obra. Un inicio inesperado, que se toma su tiempo para captar la atención de un público que se encuentra más que preparado y curioso por la historia que está a punto de explicarse.
En un escenario vacío, solo la presencia de tres rejas, un altar y cinco actrices que, en cuestión de pocos minutos, nos narrarán las experiencias de cinco mujeres que fueron apresadas, humilladas y vejadas después de la Guerra Civil. Con el ingreso de algunas de ellas en la Presión de mujeres de Barcelona, nos vamos enterando de la historia de todas, encerradas por sus ideas, la familia, por intentar sobrevivir o, simplemente, por no seguir los preceptos que distaba el régimen franquista.
Laura Giberga consigue con este texto que conozcamos algunas de las historias que pasaron en aquella época y que, a veces, han quedado eclipsadas por otras más populares. Nos recuerda en una escena, a través de la dicharachera Rocío, La Desbandá, la mantanza que pasó en la carretera entre Málaga y Almería cuando la población huía para protegerse de las tropas franquistas. En otro momento, nos explican la historia de la Colònia Amèrica en el Prat de Llobregat, donde se concentraban decenas de familias que intentaban sobrevivir en la post-guerra. Y estos son solo algunos ejemplos.
Poco a poco el texto te va golpeando. Por mucho que hayamos escuchado historias de la guerra civil y sus consecuencias, cada vez que se pone nombre y apellido a una de las fatalidades que se llevaron a cabo, nos encoje el alma y este texto lo vuelve a hacer, se va ganando al público a medida que van pasando los minutos.
Aunque es una historia dramática, hay un acierto mayúsculo en ir dejando perlas de felicidad y tranquilidad durante el texto: el nacimiento de un amor, entonces, mal visto; la puesta en escena del manual de la buena esposa con el cual la Sección Femenina quería moldear a las mujeres de la época; o las muestras de amistad y complicidad entre las prisioneras que, para siempre, compartirán una historia común.
En la parte interpretativa solo puede haber elogios, aunque no puedo evitar destacar a Rocío Quesada, que atrapa al espectador/a con su gracia y naturalidad desde su primera intervención. Además, su personaje es, quizás, el más carismático de todos, haciendo desear que todas las mujeres que fueron apresadas pudieran conocer una como ella dentro de aquella pesadilla.
Otro personaje clave es la música, que firma Clara Peya, y que se convierte en indispensable para hilar la narrativa de esta obra. Delicada, dulce y, al mismo tiempo, desgarradora.
Una vez más, se da un vistazo a una historia que no se tiene que olvidar. Con una estructura ágil y atrayente, deja al espectador/a, cuando sale del teatro, con un sabor agridulce por haber presenciado una narración dura, pero al mismo tiempo esperanzadora y placentera.