Desde los inicios de la existencia de la ficción, el viaje ha servido como metáfora de varias circunstancias humanas como la búsqueda del sentido de la vida, la huida de una realidad que no queremos aceptar o la evolución emocional de un personaje, entre otras perspectivas. El brillante dramaturgo Josep Maria Miró toma, en este caso, esta arquetípica alegoría para darle un aire más contemporáneo. El autor de El principio de Arquímedes reflexiona sobre la diferencia entre el turista (aquel que se traslada pero, en realidad, no ve nada) y el viajero (el que de verdad quiere conocer las cosas), para explicarnos una historia íntima, emotiva y dolorosa. Gabriela Izcovich ha sido la encargada de dirigir esta pieza, dotándola del característico estilo del teatro argentino que, curiosamente, no acaba de encajar demasiado bien aquí. La sensación que produce es que el misterio dramático que propone Miró y la autenticidad y naturalidad de Izcovich van por caminos diferentes. Aún así, el arranque del espectáculo es, ciertamente, espléndido, así como su melancólico desenlace. Sin embargo, quizás algunas escenas intermedias resultan demasiado anecdóticas y hacen caer al conjunto en la irregularidad. Afortunadamente, la intriga y el conflicto interno de los personajes tienen suficiente fuerza para mantener la atención del espectador y dejarle una impronta sentimental que puede llegar a acompañarles durante un largo tiempo.
¡Enlace copiado!