Conocemos los motivos por los que Medea hace lo que hace en la famosa tragedia de Eurípides. La hemos juzgado mil veces y hemos sufrido con su decisión final… ¿Pero hemos pensado nunca en los niños, que en las tragedias griegas generalmente permanecen ocultos? ¿Nos hemos puesto alguna vez en la piel de las víctimas colaterales de la violencia doméstica? El prestigioso director Milo Rau decide por fin dar voz a los hijos de Medea, o mejor dicho a los de una mujer real que mató el 2007 a sus cinco hijos en una localidad belga. A caballo entre la pieza clásica, el caso real, la filmación que vemos de fondo y la interpretación de seis niños que juegan a hacer todos los papeles… Rau consigue un espectáculo incómodo, pero también bello y poético.
La obra empieza por el final, por un coloquio post función en el que un actor adulto (se supone que el coach de los niños) va introduciendo a los pequeños actores y les pregunta por su experiencia en la obra que en teoría ya ha acabado. Al cabo de un rato entenderemos el porqué de la pregunta, puesto que la exigencia física y psíquica a las que se les somete es realmente muy alta. No se escatima en violencia (hay veinte minutos estremecedores no recomendables para padres y madres sensibles) pero tampoco se deja de lado la exigencia actoral. Las cuatro niñas y los dos niños se enfrentan a monólogos importantes, a momentos dramáticos, a momentos cómicos… e incluso a alguna escena musical.
Rau, que acostumbra a coger casos reales de extrema violencia y a extrapolarlos escénicamente, consigue aquí momentos increíbles. Pasamos del horror a las imágenes poéticas, de frases demoledoras a contestaciones llenas de ironía. Hay poca tregua para el público, que cuando acaba el espectáculo no sabe demasiado bien cómo ha llegado hasta allí. Se hace difícil describir qué has visto y como te has sentido viéndolo, puesto que el baile de emociones a los que te somete el director son parte del montaje. Un espectáculo duro pero cargado de capas, lecturas y sensaciones.