Las historias universales que sobreviven al tiempo y a los cambios de sociedad son eternas. Pueden haber sido escritas en el siglo XIX, haber tenido infinidad de versiones a lo largo del tiempo y siempre estar vigentes. Los temas que tocan, el punto de vista, la crítica o la revolución que explican y significan no dejan de estar de actualidad, y eso hace pensar si realmente ha cambiado tanto el mundo como esperamos. Como mínimo, en lo más esencial.
Lucia del Greco ha cogido un clásico como es Little Women (Mujercitas) ya ha hecho una versión completamente libre del texto de Louisa May Alcott. Las cuatro hermanas (Joe, Amy, Mary y Beth) comparten escaparate en una búsqueda por se las mujeres perfectas para que la sociedad las acepte y, sobre todo, para encontrar un marido bien posicionado que les asegure la subsistencia. Y aparece Laurie, que encuentra en alguna de las hermanas un deseo primitivo, y todo girará alrededor de aquello que es socialmente aceptable, la verdad que se esconde y que lo hace todo más complejo de lo que parece.
Está claro que si el público espera encontrar una representación más de Mujercitas no la encontrará, por el contrario, encontrará una producción atrevida, arriesgada y basada principalmente en una estética y una performance que espera provocar una reacción emocional que va más allá de un entretenimiento del relato. Una escenografía llena de elementos que constriñen a sus protagonistas evoca a la espectadora a una época encorsetada donde las mujeres no tenían ni facilidad de movimiento ni libertad de pensamiento y acción. Los “escaparates” que atrapan a las intérpretes en el escenario reprimen su manera de ser, su voluntad y sus deseos -personales y carnales-. Así, pues, dentro de estos límites, los personajes muestran su lado más escondido, más oscuro, aquel que siempre ha quedado difuminado y obviado en las adaptaciones de la obra. De igual manera, el pretendiente también expone sus pensamientos y deseos más escondidos.
Las intérpretes, encabezadas por Elisabet Casanovas, están increíbles. Su apatía y superficialidad fingida se mezcla de manear sutil con su verdadero yo, mientras se enfrentan a aquello que se espera de ellas y su interior grita para dejarse ver. Las coreografías de los personajes, el movimiento y el foco constante en hablar al patio de butacas crean una hipnosis colectiva que no deja que la espectadora aparte la mirada del escenario. También es un trabajo muy laborioso la mezcla de idiomas entre catalán, inglés y francés que, aunque no resulta del todo molesto, sí que quizás hubiera mejorado la comprensión del público con subtítulos. Quizás el texto en sí no es tan potente como la imagen proyectada en su conjunto, pero sí hay veces que parece que se pierdan matices que serían interesantes de captar. Destacar especialmente el papel de Joan Esteve, como Laurie, por la extenuación de su interpretación y la fuerza con la cual se entrega en el escenario.
Es una aproximación muy alejada de la obra original que abre una manera diferente de acercarse a esta historia. Quizás no es convencional, pero precisamente este es el principal motivo por el cual vale la pena irla a ver. No dejará indiferente a nadie y, eso es exactamente lo que tienen que provocar las artes escénicas.
