Patrones, roles, comportamientos y pensamientos que se perpetúan; pasan los años, los siglos y las generaciones y las mujeres actúan como les han enseñado, como creen que deben hacerlo, como se espera de ellas que lo hagan. Compiten, incluso, por ser la que mejor encaja en el papel asignado, la que más utiliza su cuerpo como si la disponibilidad sexual fuera su misión, ser la más perfecta esposa florero que esconde el vacío bajo la máscara de la perfección social …
Y cada etapa es diferente pero con un rasgo común: su sumisión más que a los hombres, que también, a los roles, a lo que se espera de ellas, a lo que, a menudo otras mujeres, les han inculcado. Ciclo vicioso y eterno del que las dos (bueno, las diversas) mujeres que vemos en escena van adquiriendo conciencia, lo viven, sufren, pero germina la semilla de romperlo, saber cuántas mujeres antes que ellas pasaron por todo esto y fueron olvidadas, reflejo del presente, recopilación del pasado y esperemos que no camino hacia el futuro. Son todas las mujeres sin nombre, que coinciden en una especie de limbo, naciendo y muriendo después de vivir como les han dicho que deben hacerlo, a menudo castigadas por este mismo hecho.
Conciencia de género, sí, pero diría más, de identidad propia. Y el mérito, no tan habitual, de no ser una sucesión de consignas sin más o un discurso más que reivindicativo, de aleccionamiento. Además, Lara Díez Quintanilla ha incorporado dosis de humor y ternura que alivian por momentos la crudeza de la denuncia, que llega con fuerza gracias a las magníficas interpretaciones tan naturales como diferentes en cada arquetipo a cargo de Míriam Monlleó y Bàrbara Roig (El llarg dinar de Nadal).