Algunos hechos cuestan de entender y encajar en la cabeza de cualquiera. Relatos de acciones terribles que no tendrían que poder ser reales y que, desgraciadamente, lo son.
El año 1993 Jean-Claude Romand mató a su mujer, sus hijos, sus padres, su perro y se intentó suicidar, sin conseguirlo. Todo esto, lo hizo porqué sentía que estaban a punto de descubrir que toda su vida estaba fomentada en mentiras. Nada era verdad, ni a qué se dedicaba ni donde trabajaba. Durante el juicio se fueron descubriendo todas las mentiras y atrocidades que llegó a hacer.
Basada en el libro homónimo de Emmanuel Carrère, la obra es una recapitulación de una historia perversa, desde el momento que nace el interés del autor en los hechos hasta que acaba publicando el libro. En ella se repasan capítulos de la vida de Romand, las interacciones de Carrère con él y todos los hechos judiciales. Es el propio autor quien va guiando por la historia.
En el escenario, Romand (Carles Martínez) y Carrère (Pere Arquillué) van ocupando el espacio mientras se mueven sincronizadamente para relatar la historia. Arquillué hace de narrador y pone en contexto al público sobre segmentos de la vida de Romand que se van componiendo en el escenario. En ocasiones, y como parte del relato, también se convierte en algunos de los personajes secundarios que con su presencia ayudan a crear un marco más afín a la realidad. Su interpretación es sencilla, pero imprescindible para la narración. Martínez impone y perturba desde su primera aparición como Romand. Sus palabras, dichas en un tono imperturbable y con una calma angustiosos, se van clavando en la mente de la espectadora que va asumiendo la barbaridad que se le está explicando.
Aunque el uso de Carrère como narrado es un acierto en el montaje, a veces esta contextualización subraya de más la trama. Son varias las ocasiones en que se aprecia más no tener tanta explicación y dejar respirar las escenas protagonizadas por Romand y que hablen por sí solas. Son suficientemente potentes para que el público pueda formar el relato sin ayuda. De esta manera, sumado a la representación de algunos de los personajes secundarios con poco acierto, la producción tiene un ritmo más lento de lo deseado y la espectadora tiende a desconectar en más de una ocasión durante el relato.
Presenta una puesta en escena arriesgada donde los elementos audiovisuales conectan a la espectadora directamente a los ojos del monstruo. Es muy inteligente como se utilizan las cámaras que se acercan al personaje para mostrar al público en una proyección los detalles de su personalidad a través de sus confesiones. El personaje muchas veces no se ve en el escenario, pero sus ojos están siendo escrutados en la fachada del escenario.
Desgarradora historia que incomoda, pero al mismo tiempo atrapa especialmente por el personaje de Romand y la gran incertidumbre de hasta qué nivel podría haber llegado su maldad.