Se suele decir, hablando de normas básicas de dramaturgia, que no existen los personajes buenos o malos, sino que sólo es cuestión del punto de vista. Trasladado al mundo de la familia, Lázaro García parece querer decirnos que tampoco existen las «ovejas negras», que siempre hay una razón para los comportamientos más hostiles o extraños de alguien para con sus parientes más cercanos. La pols plantea un conflicto tan sencillo como interesantísimo: un joven (fantástico Guillem Motos) que unos pocos minutos más tarde de recibir la noticia de la muerte de su padre, lo olvida completamente y, por tanto, no recuerda decírselo a su hermana. A partir de aquí, la historia desarrolla toda una serie de diálogos y discusiones en torno a la «normalidad» conductual, las deudas y obligaciones entre padres, hijos y hermanos o las normas de comportamiento ante las tragedias domésticas. Con gran inteligencia y sensibilidad, el autor hace derivar todas estas conversaciones hacia las mismas entrañas de la disfuncionalidad familiar, señalando los verdaderos problemas, abriendo los ojos de los personajes de forma magistral ante la hipocresía. En este sentido, la evolución del personaje que interpreta Laura López es uno de los conceptos mejor logrados del montaje, además de culminar en un monólogo emotivo, lúcido y revelador. Por lo demás, el espectáculo transita por las emociones y los detalles, más que por una estructura arquetípica, con algunos pequeños desniveles en cuestiones de ritmo. Sin embargo, la verosímil interpretación de los actores resulta tan convincente que casi hacen olvidar ciertos defectos de la trama que, a pesar de ser estar ahí, son lo de menos rodeados de tanta suspicacia, verdad escénica y sensatez dramática.
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