Kramig, escrita y dirigida por Marta Buchaca, es una comedia sobre el amor imperfecto y las expectativas que nunca acaban de cumplirse. Una historia de amor contemporáneo, frágil y contradictoria como todas.
Una pareja improbable se encuentra en un momento clave. Ella es una romántica desordenada, impuntual, intensa. Él, un escéptico controlado, pero lleno de manías. Muchas manías y supersticiones. Y en ese aparente caos surge la idea de un hijo… ¿Sí? ¿No? Sí, ¿pero ahora no…? En medio de esta duda permanente, toma protagonismo un peluche de Ikea, un panda llamado Kramig que sirve de espejo, excusa y metáfora. En ocasiones, resulta más sencillo hablar con un peluche que con la persona que tienes al lado.
La autora y directora, voz indiscutible de la actual dramaturgia catalana, explora a través de este texto el lado más tiernamente absurdo de las relaciones. Escribe el teatro desde lo cotidiano, pero nunca se queda en la superficie. Su estilo combina una apariencia ligera y cercana (diálogos frescos, naturales, llenos de ritmo) con una mirada muy clara sobre los conflictos emocionales y sociales que atraviesan nuestra vida. Tiene una habilidad especial para hablar de temas serios sin renunciar al humor, a menudo utilizando la comedia como una puerta de entrada a cuestiones como la pérdida o vulnerabilidad de las relaciones Litus, Només una vegada o Una família normal son buenos ejemplos. Sus obras han estado representadas en diferentes países y ha recibido numerosos premios
Cuatro consideraciones que, en mi opinión, no permiten el espectáculo llegar a la excelencia (dentro de su pequeñez, claro está). La primera: las referencias a Ikea se utilizan de una forma sinceramente exagerada, y poco hubiera bastado. Kramig, en inglés sería huggy, es decir, que invita a ser abrazado de tan dulce. Y esto ya hace el hecho. La segunda: el chicle de la relación desigual y los flashback se estira en exceso. Escenas con el mismo patrón a través de las que cuesta avanzar. La tercera: a partir del ritmo descrito, el giro de guión rompe la línea de la obra de una forma tan abrupta que o estallas a lloros o te expulsa. Nada, sólo una conversación previa, como tantas otras, ayuda a masticar el drama. Si las tres primeras consideraciones se refieren básicamente al texto, la cuarta incide en la escenografía, que como apartamento es demasiado sencilla y poco adecuada a la pareja y como espacio para los recuerdos resulta infrautilizado. A pesar de las consideraciones, el texto y la puesta en escena se disfrutan mucho, porque Anna Moliner y Biel Duran demuestran una gran complicidad, y son capaces de hacer reír y emocionar en una misma frase.
Kramig no da respuestas, pero hace preguntas que todo el mundo se ha planteado alguna vez, en silencio. Es una obra sobre el amor que se desnuda de mitos, y que encuentra en la comedia una manera honesta de hablar del miedo, del compromiso, y de la ternura torpe que nos mantiene unidos.
Una propuesta sencilla en apariencia, pero de una delicadeza muy precisa. Una pieza hecha para reír y, al mismo tiempo, mirarse a los ojos.