Recuerdo que cuando vi The Great Tamer, en el Grec de 2017, ya comenté que los espectadores que solo fueran a mirar seguro que no comprenderían nada y se sentirían frustrados. Para ver un espectáculo del griego Dimitris Papaioannou, uno tiene que ir dispuesto a sentir, a dejarse llevar por un mundo onírico y estético sin esperar ningún mensaje en concreto. Aun así, me ha sorprendido que INK tuviera tantas lecturas y tantas posibilidades temáticas, puesto que su abstracción nos remite enseguida a mundos ya conocidos: el de la ciencia ficción y el del terror, sin ir más lejos. Además, cada espectador puede sacar sus propias conclusiones de la relación entre los dos protagonistas; una relación que pasa por el sometimiento, por la ternura, por la necesidad, por la obsesión, por el empoderamiento y, finalmente, por la separación y el olvido.
Estéticamente, INK es una cima muy alta y casi inexpugnable. La belleza que crea con el agua, la luz y unos plásticos negros es casi increíble, a pesar de que seria en vano si en medio de todo ello no hubiera la presencia humana. La interrelación entre el hombre vestido (Papaioannou) y el hombre desnudo (Suka Horn) contiene toda la magia y todo el misterio que uno puede llegar a imaginar en un contexto apocalíptico o terrorífico como el que nos pintan. Una interrelación que nos pone delante al maestro o doctor y al monstruo… a pesar de que en muchos momentos no sepas quién juega un papel y quien juega el otro. Una interrelación que puede parecer desigual pero que es cambiante y sorprendente, un poco como la vida misma.
En definitiva, un montaje que atraerá a muchos por su propuesta visual y que quizás alejará a los que no estén dispuestos a dejarse llevar por un ritmo repetitivo, que se toma el tiempo que le hace falta y que no tiene prisa para convencer a nadie.