Tres en escena. Ángela, Felipe y el silencio. Y entre los tres, un juego escénico casi hipnótico. Estás mirando, como espectador, los ojos del intérprete como si esperaras de él o de ella el siguiente movimiento. Sigues el diálogo y hay una pausa, una espera que habla por sí misma, que tiene su peso en todo ello, que se necesita para entender la psicología de los personajes, que dice tanto como el mismo diálogo. Una partida de ajedrez muy bien jugada, con alternancias de fuerzas bien compensadas.
La dirección y la interpretación de un argumento casi esquemático en apariencia como éste convierten la obra en una experiencia teatral magnífica. Es estimulante seguir los ojos de Ángela cuando su cabeza funciona; con su carácter, puedes esperar cualquier cosa. Su postura y el ritmo y la cadencia de sus palabras denotan el mundo paralelo en el que habita. La Francesca Vadell trabaja tanto su personaje que llegas a dudar si ella puede ser así, de compleja, de introspectiva, de sorprendente y de desconcertante en la realidad. Su interpretación, sin dudarlo, es excelente. En Felipe, antagónico de entrada, muestra un aire diferente, más transparente y comprensible en sus reacciones. La relación con Ángela, lo que no se espera de la espera (de los hermanos que deben estar pero no aparecen) hace que surjan matices teatralmente impagables. Miradas, suspiros, gestos, posturas y reacciones que se convierten en todo un taller interpretativo por parte de Ramón Bonvehí. Sus salidas encendidas, su desesperación ante un «esto no me puede estar pasando a mí» o la forzada vivencia de su realidad personal, sus carencias y todo lo que no tiene y quisiera, le aportan una gran riqueza al personaje. Y todo ello, imposible de casar sin una dirección que tiene muy claras las prioridades e intenciones del texto porque es propio. La Lara Díez Quintanilla dota de coherencia y riqueza psicológica una relación que nace de la insatisfacción vital, del intento de huir de la inevitable (parece) infelicidad. El contacto físico entre los dos personajes convertido en una magnífica coreografía de la necesidad, la incapacidad y la desesperación se convierte en el momento sublime, el ejemplo paradigmático de este cuidado por el detalle, para mostrar que todo significa algo.
¿Conclusiones? Entre muchas otras, la idea de que sólo vas a salir si te amas a ti mismo, si te aceptas como eres y sabes cuál es el punto de partida. Agarrarte desesperadamente al otro para flotar, en estas condiciones, sólo puede provocar el ahogo de los dos.