Todo el mundo busca su sitio. Vivir en una ciudad, un país o un lugar concreto durante mucho tiempo, incluso des del nacimiento, no significa mucho cuando no se siente como tu sitio en el mundo. Esta obra profundiza un poco en este sentimiento, especialmente por parte de los inmigrantes de primera o segunda generación, con el cual a pesar haber crecido en un país concreto a veces, aún, se sienten excluidos o marcados por no formar parte del supuesto germen nativo de la sociedad.
La Geneviève es una abogada, mediadora de conflictos, que, a pesar de su integración desde niña en Canadá, aún se siente señalada como francófona dentro de una sociedad que no es la suya. La Layla es perito de seguros, canadiense de adopción que nació en Siria y viajó con su familia buscando una nueva oportunidad. Las dos han crecido en una sociedad que en principio era la suya, pero que con el paso de los años las ha ido señalando como forasteras en su propia casa.
Sobre la inmigración, la integración y la identidad habla este texto y, Wajdi Mouawad, como es habitual, consigue captar y narrar un tema muy complejo de manera clara y punzante. Eso sí, el equilibrio en la narración queda un poco descompensado entre las dos protagonistas. Todo empieza con la historia de Geneviève y como se cuestiona su vida y el sistema en el cual siempre ha creído. Durante este proceso de autoexploración personal, acaba en una habitación de hotel donde todo explota y, aquí, es donde aparece la Layla con quien se da cuenta que comparte sensaciones y sentimientos, a pesar de provenir de orígenes diferentes. De esta manera, el peso de la narración lo lleva sobretodo la abogada y deja al perito como una pequeña anécdota dentro de la confrontación de una realidad que, aún a veces, queda escondida en buenas intenciones sociales de cara a la galería.
Mónica López y Lluïsa Castell consigue coger al espectador y atraparlo en su vorágine, hasta el punto que crea un mimetismo con sus personajes, sobretodo el de Geneviève. López crea un camino por donde transita Geneviève, que empieza llano, pero acaba apartando las rocas que le impiden llegar al final del camino. Una evolución del personaje natural, dentro de su objetivo, que va de menos a más en la tortuosidad personal y que acaba explotando de una manera increíble y muy bien llevada a escena. Castell, con un texto menos lucido, consigue hacerse un hueco en la historia y produce un punto de inflexión, aunque queda más como una anécdota, una piedra que Geneviève ha encontrado por el camino.
La puesta en escena es absolutamente inmersiva, el público entra desde el primer momento –con el coche- hasta el último –la habitación del hotel-. El mapa sonoro de cada acción está diseñado con exactitud y destreza, ajustando cada plano auditivo a la escena (puertas abiertas con el sonido ambiente, mitigación del ruido según el espacio). De igual manera, la luz está estudiada como un recurso narrativo más, a parte del más evidente dentro del texto, dando cobertura a los sentimientos de las protagonistas.
Una historia que te invita a dejarte ir en un viaje reflexivo de la sociedad, con un pequeño desequilibrio narrativo, pero compensado por todo aquello que lo envuelve. Y es que, al final, de una manera u otra, cada palabra de este texto nos pone delante un espejo donde ver nuestro día a día.