Un periodista es enviado a un pueblo remoto a cubrir el supuesto fin del mundo el día que tendría que empezar sus vacaciones. No es que tenga muchas ganas, pero no puede decir que no al trabajo. Cuando está a punto de irse a su casa, tiene un problema con el coche y pide ayuda en la oficina del ayuntamiento. Y es en este punto que empieza una historia divertida, ágil y genuina sobre las creencias.
Aunque parezca un tema denso y demasiado reflexivo, Jan Vilanova consigue ponerlo sobre el escenario vestido con mucho humor. Se muestran algunas de las convicciones que tiene la sociedad y como cada persona asume de diferente manera las creencias propias y ajenas.
El texto es rápido, directo, con una gran carga de comedia negra que aumenta exponencialmente gracias a las interpretaciones de Agnès Busquets y Dafnis Balduz. En Busquets descubrimos una serenidad que potencia la vis más divertida de su parte del guion, sin casi intentarlo (o eso parece) su naturalidad crea un marco humorístico preparado para divertir al público en cada intervención. Sonrisas involuntarias van estallando en el patio de butacas. Balduz nos sorprende con un personaje en principio dramático que se gana a la espectadora solo aparecer, del cual sentimos empatía desde que llega a la oficina del ayuntamiento. Sus palabras, con un drama latente en el fondo, se convierten en los mejores momentos cómicos de la obra.
Sin artefactos que pretendan crear un mundo específico para el público, la sencillez del montaje, con la coreografía de los intérpretes en el escenario casi vacío, deja paso a una historia muy interesante que tiene el único punto débil en su cierre. Después de una de diversión con un guion bien tramado y un ritmo muy bien acompasado, la clausura de la obra queda abrupta y cogida con pinzas. Da la sensación que el final es rápido y no tan meditado como el resto de la producción. Aún con eso, el conjunto funciona muy bien y anima a experimentar con textos fuera del registro teatral habitual.