No hay duda que cuando se crea un mito o una leyenda, o a base de ir repitiendo una historia, esta va cogiendo una forma concreta que no se modifica, como mucho se maneja para que siga teniendo una esencia concreta, aquella que es permitida por los poderosos, por los guardias de la supuesta moral.
A partir de la Ilíada de Homero y otros textos y poemas, Alberto Conejero construye este poema escénico en qué Patroclo comparte con el público la pasión y el amor compartido con su compañero de armas Aquiles antes y durante la guerra de Troya. El dramaturgo estructura en este monólogo un relato lleno de emoción que a través de la mirada de Rubén de Eguía consume a la espectadora.
«Poner eternidad en lo efímero» dice Patroclo y la pasión y entrega que de Eguía muestra durante todo el monólogo es esta voluntad. Es él quien engancha y mira a los ojos al público, quien desprende amor en cada palabra. Quien transpira cada emoción que su boca va transmitiendo también en vocablos. El texto es potente y viaja entre la historia y la mitología griega, aunque al inicio cuesta un poco introducirse en aquello que se está explicando, una vez la espectadora conecta con los ojos de Eguía y su narración ya no hay marcha atrás.
Puesta en escena sencilla, Patroclo delante y en el centro del escenario con un juego de luces que ayuda a la narración con efectos dramáticos y posicionales. No hay más en escena, ni tampoco hace falta más para este relato de amor escondido.
Esta mirada desde un punto de vista distinto a la epicidad de la batalla que siempre se ha narrado alrededor de la guerra de Troya y de Aquiles, relato que pone en valor el honor y el legado eterno por encima de las personas y sus consecuencias, se modifica poniendo el foco en la vertiente personal y emocional y atrae de esta manera a un público más interesando en la humanidad que en la barbarie.