Samuel Beckett, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1969, es el artífice de la que, probablemente, es la última y más gran revolución teatral hasta la actualidad. Su dramaturgia sublimó el teatro del absurdo con planteamientos existencialistas, destruyendo las convenciones narrativas y elaborando una magistral poética de las imágenes que todavía hoy impresiona. Els dies feliços (Los días felices), a pesar de no ser tan conocida como Esperando a Godot o Fin de partida, es también una obra muy emblemática del autor y, quizás, la más compleja de estas tres. Escrita casi como un monólogo, hay que destacar, de entrada, el inconmensurable trabajo de Emma Vilarasau como Winnie, la señora de mediana edad enterrada hasta la cintura en medio de un desierto. La actriz supera un texto dificilísimo, rellenado de acciones cotidianas, intenciones y matices imposibles con la excelencia, histrionismo y fuerza de una gran dama de la escena. La limitación física del personaje (en aumento a lo largo del espectáculo) le sirve, en este caso, para potenciar la voz, la expresión, la mirada y las pausas de su encarnación magistral de esta triste mujer que, a pesar de su condición, encuentra siempre motivos, por insignificantes que sean, para considerar felices sus días. Sergi Belbel ha sabido extraer de la pieza todo su potencial, respetando el pesimismo y la tragedia escondida bajo un sórdido sentido del humor, con una espectacular escenografía y una comedida iluminación. Sin embargo, es importante insistir en la complicación del montaje como tal… tanto por el director y los intérpretes… cómo por el público que lo tiene que digerir. En la obra no pasa nada. Ni empieza ni acaba. Puede parecer sólo un delirio. Es aquí donde reside la dificultad… pero también su verdad más sobrecogedora. Hay que estar atento. Contiene tanta sabiduría que asusta.
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