La justicia tendría que ser igual para todas las personas, pero se sabe desde hace tiempos inmemoriales que no es real del todo. Siempre hay poderes y ciertas situaciones -históricas, económicas, políticas- que “ayudan” a torcer la balanza hacia unos resultados nada imparciales. Por lo tanto, muchas veces lo que realmente se pregunta la gente es, ¿hay una justicia justa o solo se trata de que no te cojan?
Jordi Prat i Coll coge este texto de Ferdinand Bruckner que, dividido en tres actos, muestra al público tres estamentos diferentes. Un reguero de personajes que viven en el mismo edificio, pero que tienen vidas totalmente opuestas, cometen algunos delitos de los cuales serán juzgados por un tribunal y el poder político y social. Entra en juego, pues, el uso y abuso de poder de las administraciones, ¿se le puede poner un límite?
Para empezar, es una obra que no deja indiferente a nadie. Es toda una experiencia, entretenida y potente, que se tiene que digerir con el paso de los días. Es un montaje frenético, apoteósico y estimulante. Como un auténtico vodevil -al estilo 13, Rue del Percebe-, la cantidad de personajes que se presentan son únicos en cuanto a que representan unas personalidades totalmente diferentes las unas de las otras. Esta riqueza contribuye a un texto caótico y muy divertido, pero al mismo tiempo provoca que algunos papeles queden como simples testimonios del resto del relato, olvidándolos o dejándolos en un plano difuminado.
Los tres segmentos de la narración son intensos y están bien equilibrados entre ellos -delitos, juicio, vida posterior a las sentencias-, aunque se alargan demasiado en cada uno de ellos. El texto se podría recortar en ciertos puntos e, incluso, prescindir de algunos personajes circunstanciales, para hacer el relato más rítmico y más ligero. Las mismas reflexiones sobre la justicia y el poder se podrían desarrollar sin tanta parafernalia dialéctica. Un ejemplo de esta sobre explicación se encuentra al final del juicio con la conversación entre el juez y la abogada defensora.
La escenografía es, sin duda, una maravilla en sus tres representaciones. Laura Clos (Closca) construye mundos diferentes de manera clara y potente, con los colores y los elementos imprescindibles para elaborar un contexto ideal para toda la producción. El vestuario de Albert Pascual, la iluminación de Ganecha Gil, el sonido de Damien Bazin y la dirección musical y composición de Dani Espasa acaban de redondear un espectáculo muy visual que provoca a todos los sentidos de la espectadora y la deja encantada con todo lo que ve.
El reparto coral hace su función, con un Joan Carreras desatado que sorprende y gusta a partes iguales.
Es todo el conjunto aquello que hace que esta producción sea un espectáculo con todas las letras, con algún tropiezo por el camino, pero magnificente y atrevido, dando un soplo de aire diferente al teatro. Una dramaturgia viva y provocativa.