Theodor Tagger, de padre judío y madre francesa inicia su carrera con el seudónimo de Ferdinand Bruckner. Nacido en Sofía, considerado como austríaco, emigró a París en 1933. Els criminals (Die verbrecher) se estrenó en Barcelona en el Teatro Romea en 1931 con traducción catalana de Josep Millàs-Raurell. En 2009 se representó en el Lliure otra obra de Bruckner, La malaltia (El mal de la juventud), montaje de Les Antonietes y dirigida por Juan Carlos Martel.
Bruckner, coetáneo de Beckett, fue considerado un renovador del teatro: desde el punto de vista escénico por sus escenarios simultáneos y, desde el punto de vista psicológico, por el tratamiento de unos personajes realistas. Los criminales significó una gran renovación formal por el tratamiento original de la técnica del montaje escénico.
Y es esto lo que más llama la atención de la obra: el montaje. La escenografía de Laura Clos se levanta directamente sobre siete espacios de una casa de tres pisos. Son los escenarios simultáneos, sello de Bruckner. Las acciones se van desarrollando paralelamente abriendo y cerrando la luz de cada escena sin que exista una situación de nexo entre ellas. Uno de los espacios va destinado a los músicos que son el hilo de unión de los tres actos: Jordi Cornudella en el piano, Jordi Santanach en el clarinete/saxofón y Dick Them en el contrabajo.
En una Alemania entre guerras con graves dificultades económicas, el crecimiento del sentimiento nacional y de la derecha nazi parecía inevitable. En Los Criminales, los personajes viven en una miseria que intentan esconder, sobrevivir cómo pueden refugiándose en la pasión, el sexo o lo que ellos creen que es amor. Todos ellos son caricaturas de la desgracia. La idea del suicidio sobrevuela por encima de ellos como una posible salida a su sufrimiento. El miedo también está presente, el miedo al rechazo de una identidad sexual no aceptada, el miedo a no poder hacerse cargo de un hijo, el miedo a que se descubra la ruina, el miedo al abandono. El dinero es el tema de fondo de todas las escenas y la causa principal de los delitos cometidos. Bruckner nos intenta decir que los delitos que se cometen son por desesperación y que aquellos que los cometen no son criminales. Con dificultades económicas, rechazo social o abandono, todos podemos ser delincuentes.
El juicio, escena central de la obra, es donde el director empieza a permitirse licencias que culminan en la tercera parte. La dramaturgia de Jordi Prat i Coll solicita la participación del público con el que llena la Sala del Juzgado y da realismo a la obra. Para quitar tensión al juicio, el director introduce aspectos cómicos que incluso son grotescos.
El diálogo entre el presidente del tribunal y la defensa resume el sentido de la obra. “¿Dónde está la relación entre delito y condena si la interpretación de la ley puede dar resultados tan distintos? ¿Cuál es la esencia del derecho?” Los tribunales imparten una justicia rígida que han escrito los legisladores pero deshumanizada. Este discurso serio contrasta con el tono burlesco y satírico de todo el juicio.
La tercera parte de la obra es la que más se aleja de la puesta en escena original. Se pone de relieve la faceta trágica de Bruckner y un futuro que dibuja incierto y angustioso.
Cabe destacar también el trabajo de todos los intérpretes, que asumen las propuestas arriesgadas del director y se las hacen propias, jugando a tensar la cuerda cuando es necesario, sin miedo a la extravagancia y al absurdo.
El teatro público tiene la obligación de llevar a nuestras escenas autores de nuestro país, autores de países cuyo teatro es absolutamente desconocido por nosotros como ha hecho este año Carme Portacelli con el teatro Libanés y también de rescatar del olvido autores como Ferdinand Bruckner, muy popular en su época pero muy poco conocido en nuestro país.
El teatro público tiene también la obligación de contratar a directores innovadores, rompedores, transgresores, con propuestas valientes y sorprendentes como ésta.