Florian Zeller estrenó El padre en el teatro Hébertot, en París, ahora hace 10 años. Enseguida se convirtió en un fenómeno, y sus traducciones se estrenaron con gran éxito en un montón de países. Aparte de ser un texto hábil y bastante oportuno sobre el tema del Alzheimer, también es un vehículo de lucimiento para actores veteranos que quieren arriesgarse y que tienen el valor de enfrentar un papel tan exigente. Algunos de los actores que se ha puesto en la piel del protagonista son Alfred Molina, Frank Langella, Keneeth Cranham, Robert Hirsch, Pepe Soriano o Anthony Hopkins en la versión cinematográfica. En nuestro país, y concretamente en el mismo escenario del Romea, ya la representó hace seis años Héctor Alterio en una versión no demasiada exitosa.
La gran virtud de El padre es que trata el tema de la enfermedad desde el punto de vista del paciente. Es por este motivo que los personajes que lo rodean (hija, yerno, enfermeros) cambian de rostro en varias ocasiones, e incluso las tramas van cambiando según el momento y el personaje que las explica. Cualquiera que tenga o haya tenido a un familiar o conocido con Alzheimer enseguida reconocerá tics, maneras de hacer y reacciones muy propias de estos enfermos. En este sentido, la obra está bien documentada, a pesar de que también hay que apuntar que no encuentra un final bastante contundente y que pierde algunas oportunidades que la habrían hecho más redonda.
Y si antes hablábamos de un grupo de actores realmente extraordinario, ahora no podemos obviar el gran personaje que crea Josep Maria Pou. Él es el alma de este proyecto, el artífice de un personaje que sabe cómo dibujar, ya sea con los pequeños detalles, con gestos casi imperceptibles o bien con fragmentos como el monólogo final, realmente estremecedor. Lo rodean con gran profesionalidad un grupo de actores muy solvente y conocido por el público barcelonés: Rosa Renom, Victòria Pagès, Josep Julien, Pep Pla i Mireia Illamolla.
La dirección de Josep Maria Mestres también es más que correcta, y se centra sobre todo en los estado mentales del protagonista, que pasa de la realidad a su visión ficticia del mundo en cuestión de segundos. La iluminación de Ignasi Camprodon y la escenografía de Paco Azorín intentan ayudar a estos cambios, pero creo que se hubiera podido sacar más partido de todo… Se juega con cierto minimalismo, pero me falta cierta contundencia en algunos momentos y no acabo de entender el uso de las proyecciones. Una lástima…