No es un drama ni una comedia, sino todo lo contrario, porque no tiene principio ni fin: es un ciclo que recomienza eternamente, como la vida. Los personajes nacen, crecen, se hacen mayores, se casan, tienen hijos y mueren. A través del paso de los años y de las generaciones cambian los temas de conversación y las preocupaciones, pero el centro es siempre la familia y la casa solariega. Es un retrato en movimiento de la familia Bayard.
Los siete actores que salen hacen ahora de señores, ahora de criados, de viejos o de niños. Es un trabajo coral muy remarcable, sin que nadie sobresalga. Escenográficamente, a pesar de las limitaciones de un espacio tan reducido como el Círcol Maldà, la obra está muy bien resuelta. Juega con las dos puertas que hay al final de la sala, de las que una es la muerte, con una luz blanca como signo distintivo.
El llarg dinar de Nadal me conmovió mucho por la sencillez, la humanidad y la ternura que rezuma, porque habla de las pequeñas cosas de la vida, las alegrías, las tristezas, las miserias, sin ninguna estridencia ni ningún punto de giro brusco. Claro, no es una obra lineal, sino cíclica, estamos ante una misma escena repetida muchas veces con personajes que van cambiando. Uno sale del teatro envuelto de vida, por unos momentos se ha sentido como si fuese un invitado más en aquella mesa puesta. Sólo lamenté una cosa: que fuese demasiado corta (dura exactamente una hora).
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