Tenía miedo que una obra como esta acabara resultando, a día de hoy, una pieza de museo. Al final, sin embargo, he llegado a la conclusión que los dramaturgos clásicos del teatro norteamericano, como por ejemplo Wilder, Hellman, Williams, Miller o Albee, nunca me decepcionan. Sus textos, por más años que les caigan encima, son sólidos y están muy bien escritos. En este caso, además, la puesta en escena de Juan José Afonso es rigurosa y elegante. Se ha optado por un minimalismo que le sienta muy bien y se ha potenciado al máximo la parte interpretativa, consiguiendo trabajos muy interesantes. Unos trabajos que van desde el naturalismo de Mario Gas, que demuestra estar en plena forma como actor, hasta la energía de los hijos que interpretan Alberto Iglesias y Juan Díaz. Sin olvidar, evidentemente, el trabajo de Vicky Peña, que transita todo el rato por la cuerda floja de la fragilidad y que vuelve a brindarnos una creación llena de matices.
Quizás no estamos ante una versión que aporte excesivas novedades ni que dé la vuelta al gran texto, pero esta apuesta académica y respetuosa -a pesar de que se ha acortado, con acierto, casi una hora y media respecto al original- está trabajada con un rigor que merece todo mi respeto. La parte estética, con proyecciones y sirena incluida, dan al conjunto un aire turbio que funciona. Y el juego de sombras, sobre todo en la escena final, emociona. Reconozco que es una obra densa y que a muchos les puede resultar pesada, especialmente en algunas escenas del primer acto, pero si entras en el texto y disfrutas de las interpretaciones las palabras de Eugene O’Neill resuenan con una clarividencia arrolladora.