Por qué Roland Schimmelpfennig sitúa su obra en algún punto indeterminado del sureste asiático es un misterio tan apuesto como los personajes que transitan por las diferentes escenas sesgadas, caóticas, trepidantes y brutalmente divertidas componen este mosaico oriental que es El Drac d’or. Un mosaico al que no es tan importante el contenido dramático como cada una de las piezas que lo forman; cada una de las instantáneas bien enfocadas, delirantes que se sucede sin pausa ni descanso para acabar componiendo un preciso collage escénico, original y lleno de peripecia.
Aunque todo el mundo está a un bravíssimo nivel. Es difícil distinguir, sin haber leído el texto, hasta qué punto los numerosos instantes de genialidad son mérito del autor, de la dirección escénica -a cargo del Moisés Maicas-, o de la propia imaginación de cualquiera de los grandes actores que llegan interpretar una multitud de personajes en transiciones de vértigo que dan como resultado un excelente ejercicio de estilo.
Una obra muy recomendable para cualquier espectador que crea que ya lo ha visto todo en teatro porque se llevará una agradable sorpresa. No recomendada para personas que deseen ver una gran historia dramática porque, tal vez, como tantas veces se ha dicho, todas las historias ya han sido contadas y lo que nos queda es volver a disfrutarlas con ojos diferentes.