Cuzco ha pasado como una exhalación por Barcelona: en la sociedad de la inmediatez todo ha de ser sustituído casi antes de nacer, pero ello no ha podido evitar que Wichita Co, que ya habían traído al Tantarantana su gran Nosotros no nos mataremos con pistolas, haya dejado huella en el barrio de Sant Antoni. Y lo ha hecho a golpes de texto, a golpes de Víctor Sánchez Rodrigo, que le tiene tomado el pulso narrativo a las historias sobre la desorientación millenial en un siglo XXI que ya no lleva pañales y que empieza a pedir explicaciones a sus habitantes. No hay atisbo de clichés ni de lugares comunes, y sí, en cambio, de un afán insobornable por penetrar tan profundamente como sea posible en el alma, las contradicciones y las pulsiones menos evidentes de los dos protagonistas.
Silvia Valero se muestra arrolladora de principio a final, y firma un ejercicio magistral de cómo «decir un texto», de cómo utilizar las pausas, de cómo escuchar al otro, de cómo despertar en el espectador la ilusión de verdad. Bruno Tamarit no le va a la zaga y lo da todo para poner de relieve lo infructuoso de casi todo lo que intenta la pareja. El ritmo no decae en ningún momento y el espectador asiste, tenso, a los zarpazos desesperados de una pareja que se hunde en un imperio ya hundido, al que ha llegado desde la vieja Europa, que también se hunde.
La puesta en escena de Sánchez Rodigo es estática y deja el peso de la obra en la fuerza del texto y de los acotres. A lo mejor, se echa de menos en algun momento algo de dinamismo. La escenografía abunda en la idea de decadencia, de final, de algo que ya casi no existe y da bandazos justo antes de reconocer la derrota.