Aunque pensemos que no hemos cambiado mucho con el paso de los años, está claro que no somos las mismas personas con 20 años que con 40, por ejemplo. Los ideales y la percepción de la realidad y la justicia cambian con el tiempo y con las experiencias. A cada persona le afectan unas situaciones concretas y las relaciones que establece, y son estos factores los que hacen que se vaya construyendo la propia identidad. Es por eso, que a veces se mira con nostalgia a la persona que se ha dejado atrás, aquella idealista y llena de fuerza para afrontarlo todo.
Emma Riverola presenta en Clavells la historia de tres amigos que se conocieron en el calor de la revolución de los claveles de Portugal y la amistad de los cuales se construyó alrededor del movimiento político revolucionario. Se reencuentran 40 años después cuando uno de ellos ha muerto, y esta es la excusa inevitable para que los dos que quedan revisen el pasado y desenreden la verdad de la pérdida de su amistad. Durante esta conversación, salen algunas realidades escondidas que marcaron el punto y final de una relación intensa.
El texto de Riverola consigue encajar perfectamente las piezas y de una manera muy inteligente utiliza la historia de la trama para ponernos delante un espejo de la situación actual. La conversación entre los amigos se traslada a la actual desafección política y el egoísmo de la sociedad, a cómo es de difícil que haya gente comprometida con aquello que no les toca de lleno. Se expone como casi nadie está dispuesto/a a perder sus privilegios -o lo poco que haya conseguido- para luchar por causas foráneas. Con un lenguaje directo y sin tapujos, se va construyendo el relato a través del diálogo de los dos personajes que se enfrentan al pasado y bregan con el presente.
Una escenografía sencilla y muy significativa, sirve de marco para las interpretaciones de Abel Folk, que también dirige, y Sílvia Marsó. Folk destaca especialmente por la naturalidad con la que navega las verdades ocultas de su personaje, mientras intenta ir desgranando la realidad al otro personaje. Cada intervención se siente orgánica y real, con una fuerza que implica al público, haciéndolo cómplice en las risas y los momentos de reflexión.
Y sobre esta complicidad, quizás lo único que no acaba de encajar, es la voluntad que la espectadora se implique en algunos de los pasajes de manera activa. Aun siendo a priori una idea interesante, la probabilidad que la respuesta no sea suficiente o quede floja hace de flaquee la producción en estos momentos. De la misma manera, el final, un poco efectista y subrayado, deja un poco descompensada una obra llena de momentos brillantes, que puede provocar una autoconsciencia de nuestra responsabilidad hacia el futuro más cercano.