El teatro es un arte efímero. Cada espectáculo que vemos, a diferencia del cine u otras artes, desaparece en el momento en que deja de representarse y queda sólo (y para siempre) en nuestro recuerdo e imaginario. Es por este motivo que asistir a la aparición de nuevas voces en la dramaturgia catalana, frescas, originales y contemporáneas a nosotros, comprometidas con nuestro momento histórico y con muy buenas perspectivas de futuro, como es el caso de Roc Esquius, es una suerte que deberíamos saber valorar.
Especializado en la ciencia ficción, un género no muy habitual en teatro hasta hace pocos años, el autor y director de iMe y Mars Joan propone, en esta ocasión, una batalla dialéctica donde los dos protagonistas discuten sobre aptitudes y vocaciones como si se tratara verdaderamente de un baile de palabras. El tema es muy interesante y muy adecuado para los tiempos que corren, aunque hay que matizar que, en este caso, más que ciencia ficción pura estaríamos hablando de una sátira futurista con pinceladas socio-políticas donde el elemento distópico sería esta especie de policía de las vocaciones que, por otra parte, es todo un hallazgo. El montaje, a ratos muy ágil y entretenido, formalmente, mezcla con gran naturalidad los mecanismos narrativos y giros típicos del teatro de Jordi Galceran con el sentido del humor absurdo y juegos lingüístico propios de Eugène Ionesco, sin perder su idiosincrasia.
El problema de esta apuesta tan cerrada en su micro-universo es que resulta muy difícil avanzar en la lucha argumental sin acabar en callejones sin salida que interrumpen el ritmo. En general, la pieza sería redonda si no fuera por estos obstáculos y los innecesarios paréntesis dedicados a los personajes secundarios que hacen bajar la intensidad, dejan la sensación de que la historia está inflada y, además, provocan un doble final que le hace perder contundencia. Afortunadamente, la dirección de Esquius hace brillar las interpretaciones de unos Isidre Montserrat y Núria Deulofeu en estado de gracia, aprovecha muy bien el espacio y aporta el dinamismo musical que la conversación necesita. Estos retos dramatúrgicos, pese a lo que pueda parecer por el tono distendido de la propuesta, son mucho más difíciles de llevar a cabo de lo que el público piensa. Claqué o no tal vez no es perfecta pero tiene muy claras sus intenciones, destila personalidad y deja un mensaje con un gran valor para hacer sus posteriores reflexiones.