El Cirque du Soleil se fundó hace más de treinta años en Montreal, y desde entonces ha estrenado por todo el mundo casi una cincuentena de espectáculos. Si empiezas a mirar las cifras (4000 empleados, 1500 artistas de más de 50 países diferentes) te das cuenta que no es un circo normal, sino una gran empresa que ha cambiado el concepto de circo y lo ha elevado a la categoría de espectáculo total. De hecho, algunos de sus montajes se representan en escenarios fijos de Las Vegas y otros grandes centros de entretenimiento. Con los años han conseguido una de las cosas más difíciles, convertirse en un referente universal y crear un sello propio absolutamente inconfundible. Hay quién les critica el hecho de haberse convertido en una marca y de haber uniformado el circo en todo el mundo, pero está claro que si aceptas su estilo como uno más dentro del género lo puedes llegar a disfrutar al máximo.
Para empezar, Cirque du Soleil se distingue por tener unas capacidades técnicas que ya querrían para ellos muchos de los teatros más preparados del país. La misma carpa ya es todo un prodigio de estructura y comodidad, teniendo en cuenta que no dejar de ser un espacio ambulante. A todo esto tenemos que añadir un diseño artístico del más alto nivel y una ejecución perfecta, religadas esta vez por la dirección de un director teatral de prestigio internacional, Robert Lepage. No es que se note demasiado su estilo -diluido dentro del estilo general de la casa- ni tampoco la excusa argumental, centrada aquí en la evolución del ser humano… Pero, sea como fuere, hay momentos escénicos muy acertados y números circenses de una calidad indiscutible, como por ejemplo el de los monociclos o el de las barras rusas. Quizás uno de los pocos inconvenientes que le podríamos encontrar es que, en ocasiones, el alud de perfección técnica saca méritos a algunos ejercicios que, en otro contexto, nos parecerían todavía más extraordinarios.