Si algo nos ha quedado clara del teatro de Wajdi Mouawad, cada vez más habitual en los escenarios catalanes, es que le gusta apuntar muy alto; hablar de los grandes temas de la existencia que, por definición, son la esencia trágica de la vida. Dirigida por Oriol Broggi, que ya nos llevó la mítica Incendios del mismo autor, la obra es un ambicioso intento de hacer un retrato poético de las carencias del mundo occidental, sus dudosos valores, su falta de autocrítica, sus fobias y su hipocresía. Con este objetivo titánico, Mouawad construye un texto muy técnico, bien dialogado y con una correcta tensión que hace mantener el interés bajo la amenaza de un posible atentado que los protagonistas intentarán evitar. La contraposición entre sus conflictos como individuos y como grupo hacia la sociedad y unos poderes fácticos que son los que toman las verdaderas decisiones es otro de los aspectos clave que la pieza explora. Afortunadamente, Broggi es un maestro de la puesta en escena y asume el riesgo de hacer digerible una propuesta que, por sus exageradas aspiraciones, podría parecer inalcanzable. El director de la reciente El huérfano del clan de los Zhao juega con las proyecciones, la claustrofobia, la música y los efectos todo lo que puede, aliviando la densidad del grueso del espectáculo. Además, aprovecha las virtudes de todos y cada uno de sus actores, cuya interpretación no es nada despreciable. Así, las más de dos horas de duración, aunque siguen siendo un exceso, se suceden de una manera ágil y natural. Y, ciertamente, la historia es original y llena de ideas profundas que dan pie a una reflexión posterior; pero hay tantas para elegir y tan diversas que, por momentos, se echa de menos una intención dramática algo más definida y no tan global y grandilocuente.
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