Pere Riera escribió esta obra hace 17 años pero, sin ser atemporal, no se marchita con el tiempo ni se aleja mucho de una situación que podría ser muy actual. Pere Riera se inspira en el momento en que ve cómo hunden la casa donde nació en Canet de Mar. Con la casa desaparecen los recuerdos de la infancia y la adolescencia, y toda la pieza tiene ese tono nostálgico que puede interpelar a todo el mundo.
Es también gracias a la naturalidad que desprende el texto, las interpretaciones, la escenografía (un elogio especial a Sebastià Brossa que sitúa toda la obra en una azotea de un pueblo de la costa, donde no falta detalle: el suelo inclinado hacia el agujero del desagüe, una pequeña habitación para la lavadora, unos alambres para tender, unas plantas medio marchitas por el calor) con el que podemos conectar y sentir como nuestras tanto las fiestas de la juventud como las conversaciones aparentemente inocentes entre la madre y un amigo de siempre que le arregla los pequeños desperfectos y entre los que existe una gran y eterna complicidad.
Éstos son principalmente los dos hilos argumentales que encontramos. Uno explica los vínculos de los jóvenes, el otro el vínculo entre los dos adultos. La conexión entre estos dos mundos es la relación madre-hijo. Podemos deleitarnos viendo cómo estas relaciones cotidianas evolucionan (de forma lineal pero con saltos temporales de siete en siete años): los deseos, los sueños, los contratiempos y, sobre todo, lo que cada personaje esconde, los secretos que se van destapando a lo largo de los años.
El tono general de la pieza es de tal naturalismo que podríamos decir que es costumbrista, roto muy acertadamente por pequeñas dosis poéticas que hacen volar aún más las maravillosas interpretaciones de las dos grandes bestias del teatro Rosa Renom y Jordi Boixaderas bien acompañados por los cuatro jóvenes, pero también ya sólidos intérpretes, Emma Arquillué, Júlia Bonjoch, Arnau Comas y Eudald Font.