El 1993 tuve la gran suerte de ver Tropicana en su hábitat, en el cabaret al aire libre que tienen instalado en La Habana desde finales de los años treinta. También los reencontré en la gira que hicieron por Cataluña ya hace años, y ahora los he recuperado con la sensación de que nada ha cambiado. Su espectáculo sigue fiel a un estilo inconfundible, e incluso algunos números clásicos -el de los candelabros o el de la pareja de esclavos- se repiten constantemente, desafiando el tiempo y las modas. Y es que su estilo de cabaret es único en el mundo; rehuye la opción de los números o las atracciones, obvia el humor y cualquier hilo argumental y se entrega en cuerpo y alma a los ritmos caribeños. Música y danza son los dos grandes pilares del espectáculo, aliñados con un vestuario colorido y fastuoso que nos remite a la tradición de los años cuarenta y cincuenta. Tropicana es sinónimo de buen rollo, de alegría y de música cubana. De hecho, los espectadores cubanos que había el día que asistí demostraron en todo momento que el espectáculo es una excusa. Una agradable excusa para recordar las canciones de su país, sus raíces y, sobre todo, la alegría de aquel pueblo. El momento final, cuando algunos fueron invitados a subir al escenario, quedó claro que todo lo vivido esa noche era mucho más que un cabaret al uso.
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