El legado que dejó Joan Brossa es único e inigualable. Tenemos la gran suerte de tenerlo y de que haya un teatro que lo conserve y lo muestre al mundo, porque su obra escénica transciende el texto y apuesta por el juego, la poesía y la magia. Un teatro que todavía emana originalidad y modernidad, a pesar de que Brossa ya era un moderno en los años sesenta y setenta… Un teatro al que hay que volver de vez en cuando para entender la importancia del surrealismo y del absurdo en la literatura catalana en general, y en las artes escénicas en particular. Un hecho que se olvida a menudo, pero que hay que reivindicar.
La compañía Dei Furbi, que llega a su espectáculo número diez, era una de las más indicadas para hacer este espectáculo que bebe de toda la obra de Brossa pero que no elige ninguna en particular. De hecho, se trata de un compendio de escenas y esqueches que van evolucionando hacia un nexo común, y que lo hacen a base de juegos de palabras, canciones, imágenes potentes, títeres y algún que otro streaptease histórico –pequeño homenaje a Crhista Leem– al estilo brossiano. Un espectáculo de aspecto naif, con cierto punto de ingenuidad y pureza, pero con un fondo que reivindica muy bien al artista y que comprende toda su idiosincrasia teatral y poética.
Queralt Albinyana, Anna Alborch y Marc Pujol se ponen al frente del texto y se libran a él con toda la libertad que se requería. En este sentido, la directora Gemma Beltran vuelve a demostrar que sabe muy bien como conseguir espectáculos pulidos y llenos de alma. Una alma juguetona y optimista, como la de Brossa…
