No es la primera vez que Carme Portaceli se acerca a personajes clave de la novela del siglo XIX. Lo hizo con Jane Eyre –donde ya coincidió con Ariadna Gil– y también con Bovary. Su aproximación a estos personajes femeninos es siempre desde un punto de vista nuevo, moderno, intentando analizar lo que les motiva y cuáles son sus razones. Se intenta aislarlos del contexto férreo y conservador que los encorsetaba para ir un paso más allá y verlo con perspectiva, con ojos del siglo XXI.
Este montaje parte de una gran adaptación que Anna Maria Ricart y la misma Portaceli han hecho del texto de Tolstói. A pesar de resultar un poco larga, la dramaturgia conserva el espíritu original y se estructura a partir de una especie de maestro de ceremonias o “voz de la conciencia” que interpreta –en inglés- la actriz Andie Dushime. Una licencia que podría parecer pedante a ratos, que quizás obedece a un espíritu más poliédrico o a la larga gira internacional que le espera… pero, sea como sea, es un recurso interesante y estilísticamente muy adecuado. De hecho, estamos ante una obra rusa, hablada en catalán –y a ratos, en inglés- y con algunas canciones italianas que le dan un aspecto más heterogéneo y universal.
Durante la obra asistimos a la historia de Karènina pero no se olvidan todas las tramas secundarias, que a momentos resultan tanto o más interesantes que la principal. De hecho, todas tratan sobre el amor y las diferentes maneras de entenderlo o de conservarlo. Historias de las que surgen personajes tan interesantes como el de Kitty y Levin o bien el de la pareja formada por Stiva y Dolly, magníficamente interpretados por Miriam Moukhles, Bernat Quintana, Eduard Farelo y Bea Segura. En la trama que mueve toda la novela tenemos a Anna –una enigmática, frágil y también pasional Ariadna Gil-, a su marido Karenin – un acertadísimo Jordi Collet– y también a su amante –Borja Espinosa, una vez más en el rol de seductor-. Un reparto que convence y que pone la guinda a un espectáculo potente, grandioso… a pesar de que quizás quiere alcanzar uno de los textos más inabarcables de la historia de la literatura, y eso también tiene sus peajes.
Mención aparte requiere el aspecto estético, que supone otro de los grandes aciertos de este montaje. La estructura rodeada por una vía de tren, la pantalla del fondo y todo lo que se proyecta, el vestuario exquisito y atemporal de Carlota Ferrer, la iluminación, los efectos… Todo es de una belleza que abruma y que nos traslada a un mundo que ya, por suerte y por desgracia, solo forma parte de los escenarios.