Ver a Mercè Arànega transmutada en una especie de Núria Feliu de l’Eixample ya vale realmente la pena. Su trabajo, riguroso y perfectamente ejecutado, es sin ningún tipo de duda lo mejor de la función. Una función, por cierto, que parte de una muy buena idea pero que no acaba de cuajar del todo bien. Como comedia resulta bastante irregular, y como sátira quizás es demasiado indulgente. Es de agradecer que se repasen uno por uno todos los temas de la Cataluña de los últimos años, desde el caso Pujol hasta la Vía Catalana, pero la temática daba para sacar más punta y hacer un análisis más crítico. Finalmente, Rosich ha optado por una comedia costumbrista que funciona a ratos y por un intento de teatro simbólico con la presencia del mendigo, los fantasmas que persiguen a la protagonista o el mismo final, que pretende ser contundente pero que también se queda a medias.
Lo que no se puede negar es que la producción ha tirado la casa por la ventana, y nunca mejor dicho. El decorado hiperrealista de Sebastià Brosa y el vestuario «a la cubana» de Mercè Paloma suponen dos puntales básicos de la función, muy bien acompañados de proyecciones y de las canciones de Feliu, la otra gran protagonista encubierta de la pieza. El reparto, en cambio, acaba siendo excesivamente irregular, con registros diferentes e intensidades también variables. Sólo Arànega, como decíamos al principio, sabe coger el toro por los cuernos. Y lo cierto es que ella solita salva los muebles… e incluso las baldosas hidráulicas.