Los malabarismos de T de Teatre son de mérito. Tras una trayectoria de treinta años sobre los escenarios, siguen dando gasolina a su habitual inquietud exploratoria y se mueven de una zona de confort llena de tópicos que, como tales, son injustos y que alimentan la etiqueta (que también vende entradas, y que lleva seguro mucha de su audiencia actual) de compañía de comedia y de risas. La dona fantasma, el texto del argentino Mariano Tenconi Blanco, que también dirige el montaje, no es fácil. Transita por el delicado fondo psicológico de las personas, y nos muestra su parte oculta, los espíritus que habitan, los sueños, los deseos y los anhelos, las frustraciones, la moral, la rabia y el desencanto. Se estructura en cuatro monólogos con un nexo común: la mochila personal de cuatro maestros a finales de los años setenta. Las transiciones explican este vínculo, que finalmente se evidencia en una escena final grupal y pretendidamente ágil, más cercana al estilo de la compañía. Dos músicos aportan el tono y la melodía que sitúa al espectador en cada escena, acompañan con sus efectos intensifican algunos momentos e incluso interactúan con las actrices de forma esporádica.
La reflexión sobre la esencia del teatro y su papel en la sociedad es frecuente. El valor de la ficción por dar vida a realidades desconocidas, el teatro como reflejo de la vida, como catalizador de recuerdos. El teatro, nacido como hecho casi religioso para transmitir mensajes y lograr la catarsis colectiva como sustrato del pensamiento imperante, fuese cual fuese. El teatro, con el tiempo y en contraste, como elemento liberador, como expresión de deseos y inquietudes, como espejo de la naturaleza humana. El teatro, como obra, completa.
El reto es grande, y Mamen Duch, Àgata Roca (muy especialmente), Marta Pérez y Carme Pla aportan su talento. Sin embargo, el texto por su complejidad se aleja un poco de su habitual registro (excepto, como se ha insinuado, en el caso de la escena en la que Iris, Àgata Roca, se enamora de la profesora de gimnasia), el salto es algo excesivo y el montaje, especialmente por el ritmo, se resiente. Se pierde una pequeña parte, pero importante, de la fortaleza de T de Teatre porque no es quizás el texto que más la potenciaría. Y es tal, el don de esta compañía, que por menor que sea la pérdida, ésta se convierte en cuantiosa. La última escena, que debería ser la clave de bóveda, el encaje de las piezas entre fantasmas que luchan por conseguir el eterno descanso, resulta poco trascendente, larga y desatada. Pero T de Teatre siempre sale adelante, justamente porque la obra habla de teatro, porque ellas son teatro en esencia y saben transmitirlo y porque, al terminar, a pesar de la seguridad casi absoluta de que el texto no ha alcanzado en la audiencia el nivel de penetración que pretendía, la gente alaba el espectáculo y sus actrices. Porque T de Teatre es muy grande.