Pazzo nos traslada al mundo del circo, en un país que no nos especifican (¿Italia, quizás?) y en una época no definida. De hecho, tenemos delante a dos payasos –uno de viejo y uno de joven- pero podrían ser dos carniceros o dos futbolistas. Y es que la obra habla del pasado y del futuro, de aquello que fue y de lo que todavía queda para venir. Habla de las oportunidades que hay delante y de todo aquello que dejamos atrás, que aunque fuera esplendoroso ahora ya solo son recuerdos y agua pasada. Y por si fuera poco, nos habla también de vivir el amor en libertad y sin máscaras. Un canto a la esperanza, a pesar de que no hay nada más triste en el mundo que ver llorar a un payaso…
Roberto G. Alonso afronta con Pazzo su primera dirección de una obra de texto. Y lo hace con respeto, con buen gusto –un circo en decadencia da mucho juego estético- y con una buena dirección de actores. De todas formas, si uno de estos actores es un veterano como Jordi Banacolocha el trabajo ya está medio hecho. Él aguanta una gran parte del peso de la pieza con una profesionalidad y una sabiduría escénica dignas de admirar. A su lado, el joven Adrian Grösser aguanta bien el reto y también es el responsable de algunas pequeñas partes musicales, quizás lo menos exitoso de toda la función.
En resumen, un drama generacional con un envoltorio sugerente y una estética bastante atractiva. Otro acierto de Roberto G. Alonso, al que hasta ahora hemos visto en proyectos de danza, de cabaré, como actor (A mí no me escribió Tennessee Williams y muchas de las obras dirigidas por Xavier Albertí en el TNC) y también como director ocasional (Laberint Streptease, Agárrate, etc).