Ovelles, de Carmen Marfà y Yago Alonso, es un montaje que hoy resuena con una fuerza renovada gracias también a la nueva apuesta interpretativa de Gemma Martínez y Ramon Pujol junto a Albert Triola. El texto se mantiene fiel a lo que le hizo destacar: una idea original —heredar 512 ovejas— que actúa como motor para desgranar las contradicciones, los sueños no cumplidos y los vínculos familiares que tan a menudo se eligen mantener por rutina, por cariño y por miedo al vacío que deja la desconexión.
La dirección (¡qué lujo poder dirigir el propio texto!) recupera cuidadosamente el equilibrio entre humor y drama, y con la revisión de esta versión percibes que no se trata sólo de una reposición. Es una versión que busca actualizar matices. Las escenas mantienen la sencillez escénica, y el uso de los silencios, las pausas y las miradas entre hermanos tiene aún más peso, como si el confinamiento, la inestabilidad social y en los últimos años hubieran cargado de significados las expectativas truncadas que los protagonistas llevan a sus espaldas.
Albert Triola sigue siendo un pilar seguro. El papel del hermano que debe liderar la decisión, con dudas pero con una necesidad de control emocional, le lleva con convicción, mostrándose vulnerable en los momentos en que debe ser sincero y decidido en los que hay que asumir consecuencias. Gemma Martínez, en el papel de Alba, dota a su hermana de un tono más contenido pero igualmente potente. Hay una tensión muy inteligente entre lo que no dice y lo que aguanta, y esta discreción le otorga bastante. Ramon Pujol, que entra en el reparto para sustituir y recargar de matices a Arnau, aporta un aire fresco y quizá más crudo. Su interpretación incide en las fracturas íntimas que existen entre los hermanos, pero también en el miedo a no saber tomar partido.
El conjunto funciona porque estas tres voces dialogan de forma creíble. No hay ninguna interpretación que parezca excesiva junto a la otra, cada uno encuentra su espacio y contribuye a que la relación fraternal parezca verdadera, con amistades, malentendidos, envidias, silencios y también ternura. La risa arranca porque reconocemos comedias personales (los sueños que no llegan, las herencias que pesan más por lazos que por valor real…), pero el texto no se queda sólo en la ironía. Nos obliga a mirar qué sacrificios hacemos por amor, por confort, o por no abandonar lo que parece seguro.
Ovejas reafirma que es mucho más que un fenómeno pasado: es un espectáculo vivo, que se mueve con los tiempos y que sabe confesar esa frágil dualidad entre querer cambiar y tener miedo. Con una autoría dual que sabe lo que explica, una dirección sensible a los cambios del momento, y un reparto que acierta a hacerse sentir tanto individual como colectivamente, la obra vuelve con fuerza. Si antes era un espejo para la generación que arrastraba precariedades, ahora lo es también por cualquiera que haya tenido la oportunidad o la necesidad de replantearse lo que creía firme.