Unos meses antes de la pandemia pudimos disfrutar, aquella vez en el Lliure de Montjuïc, del espectáculo Paisajes para no colorear, una obra que serviría para descubrir a la compañía chilena de danza-teatro La Re-Sentida. A pesar de que aquel montaje daba más importancia a la palabra y acababa con un clarísimo discurso feminista, es fácil encontrar algunos parecidos con el que nos ofrecen ahora. La coincidencia más importante es el espíritu de lucha y de reivindicación, así como una entrega absoluta de los intérpretes… que a momentos llegan a un punto que roza el paroxismo o la catarsis.
Oasis de la impunidad tiene como telón de fondo la revuelta chilena del 2019 contra las rémoras que todavía deja la antigua dictadura en la sociedad actual. Fue una revuelta que se acabó, como muchas que reclaman libertad o justicia en países sudamericanos, con mucha violencia y los militares en la calle. De hecho, la sombra de Pinochet es muy alargada y tenebrosa, y la sociedad chilena actual vive ahogada por unas condiciones realmente precarias. EL agua, la electricidad, la salud, la educación y el sistema de pensiones están privatizados, y personas de casi ochenta años tienen que trabajar para complementar una pensión de 200€ en ciudades que tienen un nivel de vida similar al de Barcelona. Al final de Paisajes para no colorear ya se hablaba de esta revuelta (entonces muy reciente) pero aquí es el motor del espectáculo, aunque los protagonistas sean unos seres grotescos, con orejas enormes y movimientos sincopados, que siguen los dictámenes de un fantasma y adoran a un militar en calzoncillos que tienen encerrado en una vitrina.
Oasis de la impunidad es rica en imágenes que causan gran impacto y que ponen al espectador contra las cuerdas. Recuerdo el momento de la barbacoa, el de la manifestación o el de la manipulación del cadáver. Momentos duros, y no demasiado sutiles, que no dejan indiferente a nadie. Y si encima añadimos ritmos de música folclórica, ritmos de carnaval o incluso La Bomba, de King África, todo se vuelve más absurdo y tétrico. En todos esos momentos, y en muchos otros, los y las intérpretes dan el cien por cien y viven la representación hasta las últimas consecuencias. Buscan incansablemente la comunicación con el público, hasta el punto que le acaban endosando literalmente el muerto. Un auténtico puñetazo sobre la mesa, o en la boca del estómago. Un espectáculo del que saldréis realmente transformados… al menos por un rato.