Our town es una de las obras más representadas en los Estados Unidos desde su creación, el 1938, y para muchos una de las mejores embajadoras de su dramaturgia. Thornton Wilder, el autor, recibió tres premios Pulitzer a lo largo de su carrera y durante mucho tiempo fue considerado unos de los escritores americanos más importantes. Hoy en día está un poco olvidado, a pesar de que la profundidad y sencillez aparente de sus obras –también es autor de El llarg dinar de Nadal– todavía emociona y convence. Quizás uno de sus secretos es que hacía un teatro bastante moderno para su época, con influencias brechtianas y la utilización de una serie de recursos que entonces podían parecer revolucionarios: el uso del narrador, la prohibición de utilizar atrezzo, la predilección por el escenario desnudo, etc.
La obra explica la historia de un pueblo ficticio en el que no pasa nunca nada, y es precisamente esta monotonía y esta repetición de las rutinas lo que hace que vayamos adentrándonos en la complejidad de la condición humana. Y es que en la simplicidad y en todo aquello que a menudo pasamos por alto también puede haber drama, y amor, y todos los sentimientos que nos propongamos. Wilder utilizaba a menudo temas como la filosofía y la religión en sus obras, y ésta no es precisamente una excepción.
El gran peligro de hacer este tipo de obras en la actualidad es que puedan parecer anticuadas o superadas. Es por eso que hay que ir muy en cuenta y tratar el texto, y todos los recursos que pide, con mucho cuidado. Ferran Utzet –basándose en la adaptación de Llàtzer Garcia– lo ha hecho con elegancia, sin estridencias y poniendo todo el peso en las interpretaciones. En este sentido, Rosa Renom roza la excelencia como narradora omnisciente y un poco irónica que conduce la trama, que presenta los personajes e, incluso, les anticipa el futuro. El resto (Mercè Pons, Rosa Boladeras, Carles Martínez, Guillem Balart, etc.) está totalmente en consonancia, apostando por un bloque firme y equilibrado. Quizás merecería la pena destacar, sin embargo, a Paula Malia que defiende el difícil papel de Emily Webb y que sale muy airosa de ello, sobre todo en las escenas finales.
Estamos delante, pues, de una pieza y un montaje imprescindibles para aquellos que amen a los clásicos pero se resistan a verlos como piezas de museo. Aquí encontrarán un montaje que ha aguantado el peso de la tradición y ha apostado, a la vez, por soluciones escénicas actuales y muy bien resueltas.