A veces es necesario dejar reposar las emociones que ha provocado una obra, a menuda es porque toca calmar los sentimientos extremos que ha causado (maravilla u horror), pero en contadas ocasiones es imprescindible dejar reposar todo aquello que ha depositado en la cabeza y el corazón de quien la ha visto.
Este texto, esta puesta en escena y su interpretación necesitan incluso semanas. No pada darse cuenta que es una obra magnífica que debería de ver todo el mundo y que tendría que pisar todos los teatros del país, sino porque el mensaje golpea el alma, la memoria y la dignidad.
Desde el primer minuto hasta el final, el público queda atrapado por Juan Diego Botto y Federico García Lorca. De los dos, porque no hay uno sin el otro. La fusión entre los dos genios es sublime y tan bien trabajada y narrada, que incluso asusta. Aunque al principio vemos a Botto, su figura se difumina hasta desaparecer y el único que queda en el escenario es Lorca, sus versos, su historia, su pasión y, sobre todo, su memoria.
Basándose en textos del propio Lorca, Botto hila en el texto la vida del poeta con la situación política y social de España en su época, confundiéndose peligrosa y dolidamente con un reflejo de la sociedad actual. El intérprete tiene un don increíble para narrar la historia de manera natura, propia, vivida y sentida. En su destreza por transmitir los versos de Lorca se encuentra la confesión de un amigo que te explica qué le pasa por la cabeza y el alma. Un auténtico placer de conversación.
La puesta en escena es sobria y austera, perfecta en todos los aspectos para acompañar la narrativa y los sentimientos que se van vertiendo.
Poco se puede explicar de la experiencia vivía cuando se sale del teatro, es imposible transmitir todo aquello que remueve y hace sentir. Si una cosa se puede decir es que el público sale del teatro agradecido y con un revuelo en el alma.