El Shakespeare de La Calòrica

Feísima enfermedad y muy triste muerte de la reina Isabel I

Feísima enfermedad y muy triste muerte de la reina Isabel I
12/01/2020

Resulta emocionante que, para celebrar sus 10 años de trayectoria, La Calòrica haya querido recuperar el espectáculo con el que nació. Emocionante para ellos como compañía pero también para los espectadores, especialmente, para los que hayan seguido su recorrido y, mucho más todavía, si no tuvieron la oportunidad de ver este montaje inicial en su momento. El ejercicio teatral que propone el grupo, enfrentándose a sus fantasmas, revisando, mejorando y afinando su ópera prima sin traicionar su espíritu demuestra una gran valentía y generosidad que no todos los equipos artísticos serían capaces de asumir.

Así pues, lo que ofrece esta renovada Feísima enfermedad y muy triste muerte de la reina Isabel I es una divertida sátira sobre el poder y el patetismo de quien lo quiere mantener, sin darse cuenta de que forma parte de un sistema en decadencia que hace tiempo que ha dejado de tener sentido. Este planteamiento encaja muy bien en el contexto original en el que se ideó (los primeros años de la crisis, justo antes del movimiento 15-M); pero es interesante también comprobar que, no solo continúa teniendo vigencia, sino que ha sumado nuevas lecturas y connotaciones sociales y políticas. La idea de España, la religión, la familia, el amor romántico o las clases sociales son otros de los temas presentes en este drama grotesco que sabe encontrar el equilibrio imposible entre un sentido del humor a veces próximo a los Monty Python y la tragedia isabelina (nunca mejor dicho). Esto sin caer en la parodia total, desmerecer su discurso interno, perder profundidad o el rigor de unas buenas interpretaciones. En este sentido, Aitor Galisteo, como reina de la función, se lleva los mejores momentos, a pesar de que el reparto en conjunto hace un trabajo espléndido, desde los protagonistas hasta la sirvienta muda interpretada por una discretamente brillante Esther López.

En el fondo, la obra todavía transmite el aroma de unos jóvenes artistas jugando a hacer su propio Shakespeare, con una sana espontaneidad que, probablemente, nacía de la inconsciencia de un proyecto sin demasiadas más pretensiones que las de divertirse y experimentar en libertad. Sumada la experiencia actual, la pieza es ahora una joya desvergonzada donde la dirección de Israel Solà resulta precisa, acertada y, sobre todo, encuentra el tono exacto que la historia necesita para funcionar. Por su parte, el texto de Joan Yago transita con cierta comodidad el verso dentro de una estructura clásica pasada por el filtro de un cinismo muy contemporáneo. Finalmente, la magnífica música de Jan Fité y un audaz diseño de escenografía y vestuario de Albert Pasqual acaban de completar el envoltorio de esta genial mamarrachada para ser redonda en forma y contenido.

Lo más bonito de todo esto, sin embargo, es cómo, de manera indirecta, pone de manifiesto que todas las virtudes que hemos ido descubriendo de La Calòrica (ingenio, originalidad, sentido del humor, compromiso político) habían estado allí desde el principio. O, dicho de otro modo: que su éxito, los premios, el reconocimiento o llegar a estar programados en el Teatre Lliure no ha sido una casualidad. Que el esfuerzo y el talento que estaba presente ya hace una década ha ido teniendo, poco a poco, la recompensa que se merecía. Y que hoy queda más claro que nunca que esto es solo el principio. ¡Salud y larga vida!

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